jueves, 28 de febrero de 2013

BIOGRAFÍA DEL INSTANTE




Hoy ha nevado. Vale la pena madrugar para contemplar la ciudad -o al menos sus partes horizontales- cubierta de una esponjosa capa de helado de limón. Aprovecho la ocasión para salir de paseo con el señor Brun. El señor Brun es un boxer de color canela que aún no ha cumplido los dos años. No puedo evitar que su breve compañía me recuerde la ausencia de aquel que fue el compañero de mi vida. Ahora transito entre la alegría del momento y la nostalgia del amigo perdido.
 Pero el señor Brun tiene toda una vida por delante. Hoy será la primera vez que pise la nieve. Al principio titubea antes de poner sus cuatro patas en la crujiente granizada. Unos minutos después corre enloquecido sobre la virginal colcha que hay tendida detrás de La Cartuja.
Cuando regresamos a casa, una conjunción de pisadas, rodadas y sol, ha empezado a derretir ese fugaz milagro que tantos y tan buenos momentos me ha dado. Los niños -la niñez no tiene edad- libran cruentas batallas con bolas de nieve. Ojalá todas las guerras se resolvieran a base de bolazos de nieve. Pero claro, pedir inteligencia a un militar es como pretender resolver un problema de matemáticas sin recurrir a la lógica. Más aún; si los generales dispusieran solamente del blanco elemento para el noble arte de la guerra, seguro que se las apañarían para provocar espantosos aludes.
Pero afortunadamente hoy ha nevado. Mi ciudad -una ciudad cualquiera de provincias- se ha vestido de blanco y nos ha regalado un sublime instante de alegría.
La vida es como la nieve: alcanza su plenitud cuando menos te lo esperas y luego se va derritiendo hasta extinguirse. Cierto es que deberíamos aprender de la nieve a esponjar la tierra para la nueva vida que ha de resurgir en primavera. No todos entienden la vida como un compendio de pequeñas alegrías. Algunos persiguen cosas más tangibles y derrochan su existencia adquiriendo bienes innecesarios.
Alguien dijo que las cosas imprescindibles van en sentido inverso al precio. Un diamante puede costar más que una vivienda, pero la vivienda es necesaria mientras que el diamante no sirve para nada. Un yate es mucho más caro que la ropa con que ahora me abrigo. Una botella de champagne es más cara que el agua. Y así hasta llegar al único bien imprescindible que no tenemos que pagar: el aire. El aire flota y se mueve, corre bajo las faldas, se cuela por las rendijas del corazón y, lo más importante, no está sujeto a las leyes del mercado.
La nieve es tan bella como efímera. Tal vez deberíamos madrugar para gozarla antes de que se nos derrita.

8 comentarios:

  1. Lo malo de la nieve es que hay que salir a la calle con periscopio porque no se ve a través de ella. Aquí en mi pueblo, a escasos 6 o 7 km. de tu casa, han caído 10 metros. ¿O eran 10 cm.? Desde que dejé la enseñanza que no me acuerdo de nada, y menos aún del sistema métrico decimal.

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  2. Tienes razón, quizás, como pensaba E. Fromm, vivimos en una sociedad necrófila en la que prolifera el culto a objetos sin vida. Perdemos nuestro tiempo persiguiendo cosas en la obsesión de poseerlas, mientras tanto nos olvidamos de ser degradando nuestra existencia a los imperativos del mercado. Nos hemos cosificado y el consumo ya ha conquistado hasta el ámbito del ser, ya no somos, vivimos y morimos sencillamente, ahora tenemos que darnos prisa en consumirnos, acelerarnos más todavía no vaya que se nos pase el arroz. No crees que la vida si se vive de una manera natural está llena de momentos plenos y cada cosa tiene su tiempo, como la nieve en invierno, aunque esta vez en Granada os haya sorprendido con la primavera? Madrugar para ver la nieve sí, disfrutar del instante también, ahora no tengo ni chispa de gana de verme solo como un trozo de carne con ojos que se va pudriendo.

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    1. Esther, lo malo de esa cosificación en la que hemos consentido más contentos que otra cosa, es que le echamos la culpa a los demás: somos expertos en echar pelotas fuera, como buenos defensas.

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  3. Como ya ven; tengo la suerte -aunque no sé si la merezco- de tener amigos completamente dispares. Esther, desde Heidelberg (¿estará nevado?) finísima lectora y devota de Hölderlin, le saca jugo a una esponja seca. Le expones un pensamiento y le da vueltas y vueltas hasta convertirlo en pura filosofía. Si Esther pudiera tener una conversación con Hegel, éste se daría por vencido en los primeros quince minutos. ¡Con dos ovarios!
    Luego está ese pequeño bufón catalanoandaluz que es Miguelito Arnas. No me arrejunto mucho con él por aquello de que las risas dan agujetas en la región abdominal. Si me pongo en plan romántico, es sólo para tirarle de la lengua. Sería capaz de sacarle un buen chascarrillo al entierro de Ofelia.
    Creo que ellos dos componen lo que llamaríamos el 50% de mis lectores asiduos.
    Cuando conocí a Miguel, recuerdo que me dijo: "He leído tu último libro". A lo que yo contesté "¡¿Así que fuiste tú?¡
    No me puedo quejar, gracias a Esther, ahora he duplicado el número de lectores. La botella siempre estará medio llena. Si fuera de vino no, en ese caso Miguel se ocuparía de jincarse la mitad remanente.

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    1. ¿Entierro de Ofelia?, si yo le hablase, despertaría regüeldando y diría con voz zarrapastrosa, "menos mal que era vino lo que he bebido y no agua", y volvería a dormir la mona. Respecto al ciezo de Hamlet echaría mano a la espada para contener mis cosquillas

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    2. Hace dos días que se derritió la nieve. Este año la primavera metereológica conincide con la fenomenológica; han brotado montones de campanillas de las nieves, los pájaros vuelan como locos, hace sol y hoy reparten vino por las calles en Schriesheim. Yo ya me he colgado un jarrillo al gaznate para seguir la procesión. Devota soy también del Riesling y el ditirambo, y de este espacio.

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  4. A ver si se va a liar una discutiera por una nevailla de ná. Yo sólo quería expresar lo que siento. Además, tú -Miguelito- no estuviste en el entierro de Ofelia. Recuerda que naciste en 1989, en Berlín, a los treinta y tantos años de edad.

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  5. Y además: asistí al parto en directo. ¡Homérico!

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