domingo, 4 de marzo de 2012

EGO



El ego del escritor –extensivo al resto de las artes- ha sido una de las constantes más visitadas por los biógrafos contemporáneos. Parece como si la condición de artista viniera inevitablemente unida a la necesidad del ego como afirmación de la personalidad o más bien como manto protector contra las temibles acechanzas de la crítica adversa. Esto, por supuesto, es radicalmente relativo. Tomemos el caso de Kafka, sin ir más lejos, un escritor en cuya personalidad podríamos encontrar los rasgos más complejos, pero en modo alguno y por mucho que rascáramos, alcanzaríamos a aplicar la regla del ego, una regla que se quiebra en más de una ocasión (Rilke, Melville, Bukowski, Blecher)  y que sin embargo sigue y seguirá presente hasta la desaparición del creador como modelo de personalidad.

Del ego del escritor opinaba Mailer que, comparado con el de un boxeador, era absolutamente ruin. Es indiscutible que hay que tener un ego superlativo para entrar en un cuadrilátero y aguantar un castigo seguro con la única esperanza de devolverlo redoblado. En esas andaba la fabulosa personalidad de Gertude Stein, cuyo ego la mantenía en pie frente a los ataques de la mediocre crítica norteamericana. Ambos ejemplos de un yo desarrollado (incluso hipertrofiado) vendrían a ejemplificar una finalidad común: la capacidad de encajar embestidas sin flaquear en el empeño, para así definir un estilo, una forma de ser basada en la inquebrantable personalidad del que se expone ante los demás tal y como es. Porque el que se atreve a expresar mediante el árduo oficio de la escritura, comete la osadía de exponerse al juicio ajeno. Digamos, por cierto, que el que juzga siempre lo hace desde una posición más cómoda que el juzgado. Escribir es un acto de impudicia que coloca al escritor en el banquillo de los acusados. Y eso no es bueno ni es malo; forma parte del juego en el que pretende llegar con las palabras más allá de la mera reflexión y entra en el terreno de la comunicación. 

Ahora bien; no hay que confundir la firmeza de carácter con la necesidad de disponer de una autoestima estupenda.
Según Bukowski –un escritor cuya obra ha sobrevivido al mito de una biografía ciertamente peculiar- el único juez del escritor es uno mismo. Si necesitas confiar en la opinión de los otros para afirmarte como creador, es que no estás seguro de lo que estás haciendo. Una cosa es la duda y otra bien diferente la inseguridad. Bukowski no necesitaba la ayuda de un ego prominente para confiar en lo que escribía. Si de algo presumía el creador del realismo sucio era de haber escrito su primer poema a los cuarenta años de edad. 

Así las cosas, resulta obvio concluir que el ego del artista nunca debería prevalecer sobre la persona. Observando el histriónico personaje en que se convirtió Dalí en su delirante culto a la (su) personalidad, es evidente el riesgo que uno corre de perderse a sí mismo cuando su ego degenera en pintoresca megalomanía. Un curioso tipo de patología que afecta con más frecuencia al mediocre que al genio y que, a fin de cuentas, convierte al intrépido sujeto en una criatura ridícula, incapaz de evolucionar, y de diferenciar el espectáculo del verdadero arte. 

No es exclusivo del artista eso del ego. Digamos que, en mayor o menor medida, es algo que afecta al común de los mortales, de tal manera que nadie está exento de algún que otro ataque de soberbia. De falsa modestia está la atmósfera llena. Por supuesto siempre será más marcado en profesionales de prestigio, como el arquitecto inglés que planta un cimborio de cristal en la azotea del Reistach y se queda tan pancho, o aquel cirujano que viendo las cicatrices que habían precedido en mi vientre a la causada por él, no tuvo empacho en pronosticar que la “suya” iba a ser la más bonita. El que no esté encantado de conocerse que levante la mano

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4 comentarios:

  1. Lo de "el común de los morales" me ha llegado al alma. También lo de Mailer asegurando que mucho más ego debería tener un boxeador que un escritor; si eso se lo espetaran a más de uno se moría de pena, con lo que perderíamos algún escritor pero ganaríamos en tener menos imbéciles superpoblando el mundo. Valente decía algo así como "¿Poeta?, oh, no/ sólo la repugnante impudicia". Pues eso.

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  3. Hace unos días un crítico alemán comentó los “TOP TEN” de las novelas más vendidas de Alemania, siete de ellas terminaron en el triturador de papel, entre las trituradas la número cuatro, con el comentario: “su diletantismo es directamente proporcional a su éxito” se trataba de Paulo Coelho y su última, "Aleph", yo no conozco nada de Coelho pero me puedo imaginar que no se crea un Fernando Pessoa y no sé hasta qué punto le afectará a su ego los comentarios de los críticos, a su éxito y a su bolsillo, casi seguro, bien poco. Quizás más que una cuestión de ego sea una cuestión de personalidad, y éste la tenga lo suficientemente cementada como para enfrentarse al espejo de la crítica y saber diferenciar en las imágenes allí reflejadas lo que le concierne o no. Y si no fuera por los “Coelhos” seguramente no habría ni librerías en dónde algún despistado que otro por equivocación se lleva un “Saramago”.  Eso sí, morirnos nos moriremos todos.

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  4. Y es que hay gente con unas capacidades...
    Siempre han existido los grandes vendedores de papel, ajenos a la literatura, pero no al ego del famoseo. Recordemos que en los siglos XVI y XVII se vendían como churros las novelas de caballería. No es muy diferente al fenómeno de las novelas góticas o al de los libros de autoayuda. Esto no es ni bueno ni malo; es una realidad. Por supuesto, el ego del autor de best sellers debería estar inmunizado ante las críticas desfavorables (no confundir con las malas críticas) aunque no siempre se lo tomen con deportividad. En este medio nadie debería ser intocable. Todos estamos expuestos al razonamiento de los que disienten, porque nada ni nadie es objetivo.

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