miércoles, 14 de noviembre de 2012

UTOPÍAS DE ANDAR POR CASA


Pintura de Henri Michaux

Tomás Moro, inventor de la palabreja que da título a esta quisicosa, situaba su Utopía en una república insular en la cual la propiedad privada es un crimen. De tal premisa es obligado inferir que Proudhon y Marx plagiaban al santo inglés.  
La utopía de Stephenson se ubicaba en los territorios de la aventura, con todos los peligros que pudiera llevar aparejada. Algo parecido, pero con menos riesgos y más sicoanálisis, andaba en la mente de Barrie cuando urdió el país de Nunca Jamás. Michaux* la situaba en los reinos de la absurdez; espacios, por cierto, no tan apartados de nuestra viscosa realidad. Las gentes de fe confían en hallar un paraíso eterno más allá de la tumba aunque, curiosamente, teman a la muerte como todo hijo de vecina.
Pero esta fantasía inalcanzable no sólo alude a geografías quiméricas, sino también a ese tipo de entelequias que la mente formula a modo de delirio optimista. La utopía de un idealista tendrá la etiqueta de un mundo mejor, aunque siempre estuviera supeditado a la consiguiente pregunta: ¿para quienes habría de ser mejor ese mundo?
Afortunadamente existen utopías más cercanas, por más que la proximidad potencial no sea garantía de consecución. Pero ahí están esos sueños creativos del joven artista o de las criaturas de férrea voluntad, que suelen materializarse más tarde que temprano. La obstinación mueve más montañas que la fe, aunque una vez satisfecho el deseo, la ilusión se volatiliza como si de dinero público se tratase.
Aunque no siempre sean factibles, hay utopías de andar por casa, de las que se pueden intuir a la vuelta de la esquina. A priori podrían parecer poco ambiciosas, quizá por su apariencia asequible, aunque de hecho no siempre se alcanzan. Los hay –cada día somos más- que sueñan con llegar a fin de mes, y también los que anhelan un espacio común donde el mutuo respeto se respire como el aire. Y luego está esa Arcadia que muy pocos consiguen pero casi todos ansiamos: no trabajar. ¡Oh, acojonante! 
En mi caso particular la utopía es algo tan modesto –al menos en apariencia- como la posibilidad de abrir los ojos por la mañana y ver ante mí un rostro amado que, además, sepa decirme con sinceridad esas dos palabras mágicas que tanto me gustaría escuchar.




* “Viaje a Gran Garabaña”.  Uno tiene la suerte de disponer de las apasionadas traducciones del gran Miguel Arnas.

4 comentarios:

  1. Como muy bien indicas, dos condiciones deben adornar a la utopía para no ser letal. La primera que no sea exclusivista, ni tomada demasiado en serio ni creída como posible y urgente. La segunda condición es que los utópicos, es decir sus partidarios no crean bajo ningún concepto que ellos verán las consecuencias de su idea, es decir que esa utopía no se materializará en vida de ellos sino, quizá, en la de sus bisnietos o sus tataranietos: alguna de sus ansias, ni siquiera todas. Por eso, por desgracia, son mucho más posibles las distopías. Es el mismo problema que tienen las ideologías y las religiones. En este aspecto, utopías, ideas y religiones son homólogas. La no consideración de todas esas condiciones han producido tantas muertes en el siglo XX (y si consideramos a las religiones, también tantas en los anteriores), que da grima pensarlo. Por eso, lo mejor es cuidadín antes de caer en sus garras. Cumpliendo esas tres condiciones, cualquier utopía es extremadamente útil para el humano, sin cumplirlas, es extremadamente letal.

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  2. Pero no me negarás que la de no trabajar no tiene su aquel. Si el trabajo fuera tan bueno no te pagarían por hacerlo. En serio, me parece un poco pueril entregarse a la ensoñación de utopías políticas, sobre todo cuando son mucho más tangibles las distopías, como ahora mismo es el caso. Prefiero esas de andar por casa, las fantasías de cada uno, que al fin y al cabo son el caldo de cultivo de la literatura.

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  3. Sueña, pero que tus sueños no me cuesten a mí los dineros. Es decir, que tus sueños no sean mi disgusto letal.

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  4. Yo seré letal, pero usted es un tal y tal.

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