martes, 6 de diciembre de 2011

PREFERIRÍA NO HACERLO



Y todo comenzó con esa sencilla frase: “preferiría no hacerlo” (I would prefer not to) que se erige en el leitmotiv de la obra “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville. Nace entonces la llamada Literatura Bartleby, que se desarrolla y crece con Kafka, recala en el genio Beckett (“Molloy”) y experimenta su culmen en Georges Perec. La Literatura Bartleby parte del fenómeno contrario a toda acción argumental, esto es, el no hacer como inicio de un camino hacia un nihilismo positivo. La dificultad de extraer un desarrollo argumental es el gran reto de los escritores que han afrontado este campo de la no acción como soporte para el pensamiento. Si, tal como sostiene el nihilismo existencial, la vida carece de sentido alguno, lo único que no desaparece de las posibilidades humanas es el pensamiento en sí, la observación del mundo y sus fenómenos más elementales, como nexo de unión entre el hombre y su existencia.
Georges Perec administra unas cuantas vueltas de tuerca a la estética Bartleby en su fascinante novela “Un hombre que duerme” (1967), por medio de la narración en segunda persona que parece dirigirse al personaje protagonista, pero que acaba involucrando al lector hasta el punto de hacerlo origen de la observación y el pensamiento. Un pensamiento tamizado por ese deseo –o falta de deseo- de no hacer, como único motor de la vida. El punto de partida es una situación aparentemente insignificante; el protagonista, un estudiante que ha de realizar un examen, decide no cumplir con su obligación y abandonar cualquier quehacer que suponga un esfuerzo innecesario. Desde ese mismo instante, el personaje empieza a vagar por la realidad como un simple observador, sin apenas emitir juicios elaborados y dejándose llevar por la inercia del devenir. En esas condiciones –tal vez las condiciones más complejas en las que se puede plantear un relato- Perec se las apaña para componer un sublime poema sobre la soledad. De nuevo, y en contraste con el poder seductor de sus primeras novelas como “Las cosas” (1965) y “¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio?” (1966), Perec inicia una búsqueda de las posibilidades del lenguaje hacia una exégesis cuya deducción estará, obviamente, en manos del lector. “Un hombre que duerme” es algo más que un simple peldaño en el camino que lleva a “La vida, instrucciones de uso” (1978), se trata de una obra de fascinación lectora, un reto insalvable para todo lector de talento que busque su objetivo en la literatura en sí, y no como una forma de entretenimiento o como vehículo de formación. La genialidad de Perec estriba en el dominio de todos los elementos literarios, desde el concepto argumental hasta el menor artilugio narrativo, pasando por el conocimiento profundo del arte de la reflexión. En “Un hombre que duerme” el autor francés demuestra que el genio –eso que distingue a los mediocres de los que no lo son- es producto de una búsqueda exhaustiva de nuevos lenguajes, una exploración inagotable que no debe nunca conformarse con fórmulas que se reiteran una y otra vez hasta convertirse en marca de la casa. El oficio de escribir debería excluir toda posibilidad de autocomplacencia, y reconocerse como un camino infinito hacia el ideal utópico de la perfección. En esa búsqueda está el sentido del arduo oficio de hacer literatura, en los pequeños grandes logros que preceden al tesoro imaginario.

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