sábado, 27 de agosto de 2011

MÚSICA PARA PEATONES


Hiciera el tiempo que hiciera el pianista siempre estaba allí. Daba igual que lloviera, arreciara el viento, cayera un sol de macetilla o una límpida nevada; aquel enorme piano de cola estaba ahí, desgranando un inconmensurable repertorio que podía ir desde las Goldberg de Bach hasta un swing de Cole Porter; desde un Arabesque de Debussy hasta un el Ain’t Got No en la augusta versión de Nina Simone. Todo aquello que pudiera contagiar esa pasión inefable de la música, ese contagioso virus del deseo de vivir, brotaba de los dedos del pianista como un estallido de chispas de colores nunca vistos. La gente podía en un principio hacer ademán de pasar de largo, porque todo el mundo parece ir con prisa cuando va por la calle, todos tienen que llegar a tiempo a algún sitio aunque sea en pleno domingo, porque siempre habrá algo o alguien que espera, aunque finalmente todos lleguen tarde -puede incluso que lleguen tarde precisamente por culpa del pianista- si bien eran mayoría los que se detenían ante aquella inesperada aparición. Y era normal que acabaran arremolinándose alrededor de aquel hermoso piano de cola amarillo. Sí; han leído bien, he dicho amarillo, pero no un amarillo pálido, ni un amarillo vainilla, tirando a ocre, sino de un color amarillo refulgente como un espejo, tal vez como ese amarillo con que se tiñen las hojas de los álamos antes de formar una alfombra en los suelos de las riveras. Pues bien, los transeúntes, que tan aprisa circulaban hacia nosedónde –cada uno al encuentro con su destino- se detenían en seco cual frenada de bicicleta, al principio dubitativos, para luego estirar el cuello por encima de los hombros de los más afortunados, aquellos que habían conseguido una primera fila, y se dejaban embriagar por esa música amarilla, de un amarillo efervescente. Alguno había que no tardaba en sentirse poseído –o incluso poseso- por el ritmo de un ragtime a lo Scott Joplin, y experimentaba como un impulso de corriente alterna que le provocaba espasmos de los pies a la cabeza. Era más que habitual que una pareja se lanzara a bailar un quick step o un rockabilly, y aquello acabara con un interminable revuelo de faldas e incluso alguna que otra acrobacia. Y lo que es más, de vez en cuando pasaba por allí un saxofonista que se unía al pianista, y entonces se establecía un diálogo sin palabras, un acto de sublime e inopinada complicidad, y se desencadenaba una jam session que podía alargarse hasta altas horas de la madrugada. En esos casos solía acoplarse un trompetista que derivaba la cosa hacia los inextricables terrenos del bee bop, pero que finalmente se dejaba guiar por las hábiles manos del pianista hasta los antiguos sonidos de Nueva Orleáns, que inevitablemente atraían al clarinetista de turno, el cual invitaba a sumergir los compases en los salvajes brazos de Benny Goodman. Y no vayan a creer que aquellas largas veladas provocaban protestas de los vecinos. Porque aquella música evanescente, aquella expresión del delirio vital, provocaba una apertura masiva de ventanas y balcones, donde niños, adultos y viejos aplaudían pidiendo más y más bises hasta que el pianista saludaba por última vez y la espontánea reunión se disolvía tan fugazmente como había comenzado.
Y eso era lo más curioso. Porque el “allí” de la primera frase, no era un lugar concreto, un punto exacto o habitual. No; nada de eso. Aquel piano podía aparecer cada día en un bulevar, una esquina, una plazoleta, un parque, o incluso en una avenida. Nunca emergía dos veces en el mismo sitio. Tal vez sí en la misma ciudad, pero tampoco eso era seguro, pues si hoy (en este mismo momento) el piano arrebata el corazón de unos amantes en un rincón de Varsovia con un nocturno de Chopin, tal vez mañana esté improvisando sobre una sonata de Beethoven en algún parquecito de Bonn, y quizá, dentro de unos días amanezca en Brooklin tocando a cuatro manos con el mismísimo Tom Waits.
Y de ahí la pregunta que más de uno se estará haciendo. Porque tal afán por el infatigable movimiento, tan extraña aversión al arraigo, podría entenderse en la facilidad de desplazamiento que da un violín, una flauta, e incluso un violonchelo. Pero claro, un instrumento como un piano de cola, de cuyo volumen y peso no haría falta dar especificaciones, no es tan fácil de manipular y acarrear. Quiero decir que un piano no puede ir apareciendo y desapareciendo todos los días así como así. Digo yo, que haría falta alguna infraestructura para dejar el piano en tal o cual sitio sin dañar tan delicado instrumento sin arañar el refulgente amarillo de la caja. Es de suponer que, detrás de aquel misterio hubiera un buen camión –aunque de hecho nadie pudiera dar fe de su existencia- o tal vez una grúa, o quizá hasta un helicóptero. Pero un helicóptero hace bastante ruido, un ruido equivalente a mil aspiradoras funcionando al unísono. Sería de esperar que con el estruendo de tales máquinas, algún vecino habría despertado y dado la voz de alarma, si bien no era ese el caso. El caso es que el piano aparecía, así sin más, en plena calle, cuidadosamente colocado, y con pianista incluido. Un pianista que nadie conocía, a pesar de tratarse indiscutiblemente de un virtuoso, de un músico cuyas cualidades iban mucho más allá de la pura solvencia. Aunque a la postre nadie supiera su nombre. Nadie supo jamás de dónde había llegado. Ahora bien; allá por donde pasaba, siempre quedaba la esperanza de que algún día regresara aquella poderosa magia que dejó hechizados de por vida a esos pocos que tuvieron la fortuna de estar o circular por el lugar preciso en el momento adecuado.

3 comentarios:

  1. Dicen que tu has sido tocado por su mano y por eso, tus palabras suenan a música..
    Pues continúa tocando!

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  2. Andando voy por el mundo y si quiero disfrutar algo fabuloso vuelvo a tu Música Para Peatones. Casi ocho meses de camino, un paso más es uno menos y detrás quedaron muchas cosas. Todos perdimos, tú lo sabes, pero tu Música no perdió y sigue aquí, una y otra vez, siempre igual de hermosa.

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