miércoles, 15 de junio de 2011

CUANDO EL NIÑO ERA NIÑO


Uno de los mayores riesgos que conlleva el devastador transcurso del tiempo es el de la pérdida de la mirada infantil, esa forma de ver el mundo que todos –unos más que otros- tuvimos en algún momento de nuestra vida. Esa mirada transparente que se maravilla ante las cosas que los adultos somos incapaces de valorar. Recuerdo aquel dibujo en que el niño Saint Exupery representaba a una serpiente que se había tragado un elefante y que algún adulto confundió con un sombrero. A menudo los adultos percibimos las cosas con una simplicidad torpe y desangelada que nos impide saborear la eternidad del instante. Me refiero también a ese don de gozar con lo grotesco, con lo absurdo y lo imaginativo.
Cuando el niño era niño andaba con los brazos colgando, quería que el arroyo fuera un río, que el río fuera un torrente, y que este charco fuera el mar.
No es por casualidad que haya elegido este ensoñador verso con que Peter Handke ilustró la película “El cielo sobre Berlín” para iniciar un artículo crítico sobre el espectáculo de la Needcompany “This door is too small for a bear” (Esta puerta es demasiado pequeña para un oso). El título lo está diciendo todo: esta puerta, la puerta de la imaginación es demasiado pequeña para una criatura que ha perdido su propia pequeñez, esta puerta es demasiado bajita para pasar de pie; tal vez sería recomendable hacerlo a cuatro patas. Para entrar en esta habitación es necesario ser niño. Luego, no mucho más tarde, el niño se hace adulto, y aprende a adoptar poses críticas, miradas suspicaces y prejuicios, sobre todo muchos prejuicios. Si el adulto crítico ha extraviado su mirada de niño, también habrá perdido la oportunidad de gozar ante lo aparentemente pueril, ante la aparición de un nuevo principito. El adulto crítico se obsesiona coleccionando adjetivos recurrentes, buscando el punto débil de lo que intenta comprender, y se olvida de regocijarse sin manchar su mirada con su propia frustración.
Cuando el niño era niño no tenía opinión sobre nada, no tenía ninguna costumbre, se sentaba en cuclillas, tenía un remolino en el cabello, y no ponía caras cuando lo fotografiaban.
Win Wenders coloreaba con los sorprendentes versos de Peter Handke aquel Berlín grisáceo y obtusamente acorralado, al igual que Bigas Luna era capaz de transmitir el despertar a la sensualidad desde los ojos de un niño en “La teta y la luna”. La Needcompany ha hecho otro tanto de lo mismo en el último espectáculo que ha presentado en el Alhambra. Porque la Needcompany tiene esa rara virtud de buscar intensamente en el lenguaje escénico para no repetirse una y otra vez, tal cual hacen tantas otras compañías. En este caso, bajo la dirección de Grace Ellen Barkey, el espectáculo basa todo su potencial en la magia de fascinantes coreografías que recorren un fugaz camino entre un inicio aparentemente anárquico, rebosante de objetos con vida propia, y un final pleno de armonía y limpieza estética. En el concepto de Barkey no hay una separación clara entre los roles de actor y bailarín. Todos participan del absurdo infantil de los textos, del histrionismo de marionetas que se encarnan en personas, y todos entran en la evolución de una danza que culmina en una contagiosa placidez. Con este planteamiento, es lógico que echemos de menos a la fantástica Viviane de Muynk, protagonista de la inolvidable “Habitación de Isabella”. Lo que se atisba en el ambiente es la presencia implícita del director de la compañía, la no ausencia del Jan Lawers que ahora cede el testigo a Grace Ellen Barkey. Que Jan Lawers no firme el espectáculo es lógico, sobre todo por el protagonismo de la danza y el movimiento sobre cualquier otro discurso, pero también es cierto que la estrecha relación entre Lawers y Barkey se deja notar en el inconfundible estilo y en la puesta en escena del montaje. Hay un sello Needcompany que, por fortuna, está empezando a contagiarse en nuestro teatro.
Estamos pues, ante un espectáculo pensado para la apertura mental y la disposición lúdica del espectador. Se impone una necesidad de superar viejos tabúes, como el de la desnudez de un cuerpo, la desacralización de la sexualidad. Una de esas puestas en escena que nunca debería acabar, entregada a esa música final de Rombout Willems que actúa como una inyección de optimismo y vitalidad.
No es tan difícil volver a mirar con los ojos limpios de nuestra niñez; bastaría con observar hacia dentro y reconocer que seguimos siendo el mismo yo con un envoltorio un poco más ajado.
Luego, sales a la calle colmado de ilusión, intentas digerir lo que acabas de sentir mientras escuchas otros puntos de vista –algunos muy contrapuestos al tuyo, como el de mi amiga Medea-, asimilas con media sonrisa que nada es objetivo en este fascinante mundo en el que cohabitas, caminas bajo la lluvia y entras en el único bar abierto en el Campo del Príncipe, donde te tomas unas cañas con los mejores bailarines de este lado del universo.

MEDEA Y YO
Ya va siendo hora de que les hable de Medea. Tengo un par de buenas razones para hacerlo. En primer lugar, con ese nombre tan teatral nadie mejor que ella para compartir estas crónicas trágicómicodramáticas. La segunda razón es mucho más simple: Medea es quien me acompaña a todas las funciones de teatro donde estoy acreditado. Ella comparte gozos y pesares conmigo, además de esas largas conversaciones con las que digerimos –regadas con excelente lúpulo- cada una de las obras de los templos de Talía y Melpómene. Esto último ha sonado muy pedante, lo admito, pero más extravagante sonará lo de ir al teatro en compañía de una tal Medea y sin embargo tengo motivos de peso para hablar de ello. El más importante de todos es que Medea y yo no siempre estamos de acuerdo en nuestras opiniones acerca de la función que acabamos de presenciar. Sin ir más lejos, la última producción de La Imperdible en torno al mito de los siete pecados capitales puso a prueba nuestra capacidad para escuchar las tesis del otro –siempre con la debida cortesía y el mutuo respeto por la opinión ajena- y, si me cabe, enriqueció aún más mis escuetos horizontes de crítico provinciano. Más que nada porque, según mi forma de ver las cosas, ponerse a hablar de pecados a estas alturas de la historia (creo yo que andábamos por los albores del siglo veintiuno) me parece en cierta forma un pequeño contrasentido. No porque aquellas máculas que San Gregorio Magno detalló allá por el siglo sexto de la era cristiana hayan perdido vigencia en su totalidad, sino porque existe una cosa llamada tiempo que, mira tú por dónde, cambia y matiza los valores morales hasta el punto de que una cosa como la lujuria es hoy síntoma de buena salud, y aquel hombre o mujer que –por la causa que fuere- experimenta una pérdida en su deseo, tiene la opción de acudir al facultativo especialista para intentar recuperarlo. No digamos de la avaricia, que es el pilar sobre el que descansa nuestro sistema, el sistema de querer siempre más, de andar insatisfecho con la nómina y el automóvil, con la ropa y las vacaciones. La avaricia –ojalá me equivocara- se ha convertido en una virtud. Nuestros grandes banqueros ocupan las portadas de los folletines dominicales, las cabeceras de los telediarios y los sueños de más de un joven ejecutivo. Medea admite a regañadientes estas digresiones mías pero también objeta que, moralmente, la avaricia sigue siendo un pecado, pues si bien es cierto que el mundo en que vivimos está sustentado sobre el anhelo de engordar las cuentas corrientes, también lo es que esa insatisfacción de la que yo hablaba es fuente de infelicidad para el que la padezca. Touché; acepto que la avaricia puede ser entendida como un pecado, pero insisto en que lo de la lujuria no cuela. Ella está de acuerdo en esto último y parece que en lo fundamental hay consenso. Eso sí, en cuanto al resto de los pecados Medea se cuadra en la cuestión de la vigencia. Y yo no digo que no (aunque tampoco que sí) lo que digo es que ahora el número siete se ha quedado corto, que en nuestros días hay cualidades tan notables como el fanatismo, la sinrazón, la ausencia de ética, la ramplonería o el egoísmo, y que nadie, en mayor o menor medida, está libre de ellos. Ella advierte con lucidez que todos esos pecados –salvo algunos de los que navegan por internet- existen de toda la vida, y que, por supuesto, deberían engrosar la lista de faltas graves. Cómo iba yo a contrariarla en algo tan razonable.
Cosa distinta es la cuestión del uso (¿o abuso?) de las modernas tecnologías en el teatro. Bajo mi punto de vista, el teatro es un arte desnudo, un espacio en el que el actor solo, con su cuerpo como herramienta, tiene ante sí el reto de activar la mente del espectador para hacerle ver lo que no está, aquello que únicamente habita en los territorios de la imaginación. A mi juicio, todo aquello que muestre lo evidente es, en cierto modo, una perversión del verdadero sentido del teatro. Medea reconoce que puedo tener razón en lo fundamental, que las concesiones a la galería suelen ir unidas al menosprecio de la inteligencia ajena, pero me advierte que tal vez peco de cierto fundamentalismo, que no debería acotar un arte que basa su supervivencia en la libertad de aquellos que se atreven a avanzar. Puede que sí, reconozco, pero yo sigo creyendo en la palabra como medio para expresar emoción. La emoción, dice ella, no es patrimonio únicamente de la palabra, porque también está en la música, en la imagen y en todo aquello que afecte a los sentidos. Lo que yo digo es que la tecnología está bien cuando sirve como un material más para apoyar lo que se quiere decir, sobre todo en el caso que nos ocupa, pero cuando ésta se impone sobre lo esencial, el teatro como sentimiento humano se tambalea y corre el peligro de convertirse en puro alarde. Pero, objeta ella, no estamos hablando simplemente de teatro, porque lo que acabamos de ver es también danza y poesía. ¿Acaso quedó dañada la poesía por el apoyo de música e imagen? En manera alguna, contesto, pero la cuestión no es esa; la cuestión es si todo este despliegue de medios que acabamos de ver no ocultaba una notable falta de ideas, si las metáforas que desarrollaban los esforzados bailarines eran en realidad una ensalada de clichés ausentes de recursos creativos. Ahí le he dado, pienso yo muy ufano. Pero Medea no se deja convencer fácilmente, y así, entre trago y trago de cerveza, vamos llenando la noche de reflexiones y contradicciones. Porque, en eso también estamos de acuerdo, la contradicción es un buen elemento para llegar a buenas conclusiones, aunque éstas se resistan.

NADIE LO QUIERE CREER
Hay muchos diccionarios, los oficiales y los apócrifos, aunque ninguno de ellos sea capaz de expresar todas las sensaciones que caben en la palabra hablada. Porque, a decir de mí amiga, en el teatro hay un decir sin explicar, un sugerir sin pronunciar que otorga a las palabras un inconmensurable valor cualitativo. Medea insiste mucho en que debemos presenciar el último espectáculo de La Zaranda. Estoy de acuerdo. No es que me deje impresionar por los premios nacionales, quizá es cuestión de trayectoria, de esa forma de marcar estilo que algunos grupos consiguen a base de talento y años de ejercicio. La Zaranda, siempre dentro de su lenguaje tan peculiar, es uno de esos grupos que nunca decepcionan, tal vez porque en casos como este la profesionalidad no va reñida con una insaciable energía por recorrer el camino menos transitado.
La poética de Eusebio Calonge oculta una metáfora sencilla y maliciosa, un viaje en el interior de una casa desvencijada que los criados quieren heredar cuando la señora acabe de diñarla –si es que se decide de una vez- una casa que apesta a naftalina y humedad porque nadie se atreve a abrir las ventanas. Hay casa suficiente para los presuntos herederos, porque la casa es Grande, pero resulta que la casa también es Una y de difícil división. Habrá que inventar nuevos linderos para que todos queden contentos. La señora se muere poco a poco, primero un brazo, luego el otro, un ojo que sólo se abre cuando hay que recitar de memoria los blasones de la casa y aquellos reyes tolosanos cuya sangre se coagula ahora en las venas de una vieja cuyo cuerpo se va gangrenando de pura nostalgia. La nostalgia que quedará impregnada en la atmósfera de la casa para siempre, porque el cadáver de la gobernanta quedará embalsamado como aviso para navegantes.
Medea me hace jurar por mis siete churumbeles que no olvidaré escribir sobre la cuestión del simbolismo. Porque, amigos míos, el juego de los símbolos suscita y reclama socarronas carcajadas entre el respetable. Se cuenta la verdad de manera oblicua, rehuyendo del chascarrillo facilón y abrazando el riesgo sin el menor recato. Es ahí donde La Zaranda encuentra la conexión perfecta con su público, en el hecho de contar con la intuición del espectador para completar el complejo ritual del esperpento. Nada se ajusta más que esa visión esperpéntica de La Zaranda a ese trozo de Historia que se desliza de forma sublime hasta alcanzar momentos cumbres de la conjunción de recursos teatrales: Tres magníficos actores, una luz angosta, casi sofocante, y una dirección impecable. Cada objeto del atrezo es manipulado una y otra vez, transformándose en un decorado que adquiere vida y significado propio. Cada frase del texto oculta un mensaje cifrado que arranca al espectador de los brazos de doña Pasividad. La magia del teatro ha vuelto. De hecho, siempre estará ahí, esperando a que la varita mágica de Paco el de la Zaranda haga saltar la chispa de la excelencia.
Por medio de un tirón de orejas al viejo estilo patafísico, Medea me espeta que en esa conexión con el público se incluye el dedo acusador que nos señala a todos como parte de una sociedad atravesada por la nostalgia. Es cierto, no lo voy a negar, puede que nos creamos muy progres pero en realidad no hemos hecho gran cosa por superar el apego por lo rancio, por el permanente recuerdo de los reyes godos y las grandezas del pasado, aunque esas grandezas estuvieran siempre teñidas de actos infames. Todavía recurrimos al contexto histórico para justificar un pasado que fue, en más de una ocasión, mucho más espeluznante que glorioso. Tal vez nos ocultamos en una pose intelectual de pacotilla para evitar reconocer que somos lo que somos porque una vez fuimos lo que fuimos. Nos cuesta caminar hacia delante porque nos hemos acomodado en esa añeja poltrona roída por la carcoma desde la que nos miramos en el espejo de la autocomplacencia esbozando una sonrisilla bobalicona.

VAGALUME Y LOS “TO.CAOS”

Si en algo coincidimos plenamente Medea y yo es en el enorme placer que significa para nosotros asistir a una función de Teatro de Calle. Así con Mayúsculas; porque el Teatro de Calle, es la esencia misma de la escena –una escena sin escena, o tal vez con el escenario más grande de los posibles- la madre de todas las batallas imaginarias. Vagalume, nuestra compañía decana del teatro sin barreras, ha vuelto a dar en el clavo con su último espectáculo recientemente estrenado en el parque zaidinero de Carlos Cano. “To.Caos” es un montaje dedicado a los verdaderos protagonistas de los montajes: a nuestros queridísimos técnicos, a los magos del amperio y los decibelios, a los brujos anónimos que escuchan los aplausos en el anonimato de la cabina. “To.Caos” se sirve de ingeniosa deconstrucción del mítico “Romeo y Julieta” para rendir homenaje a los personajes sin personaje. Tal es así, dice uno de ellos, que hemos necesitado a otros personajes para hablar de nosotros mismos. Los “To.Caos” son arquetipos de un mundo rico y diverso de personalidades donde todos somos necesarios, un mundo enloquecido, rebosante de energía positiva en el que hay que sacar adelante, cueste lo que cueste, los sueños por los que tanto trabajamos. Porque en la farsa a cielo abierto lo histriónico es una virtud, y el exceso sabiamente manipulado –desde los implantes neumáticos de la gran payasa Nía Cortijo, hasta los ocho suicidios de Romeo y Julieta- es sinónimo de trabajo bien hecho. Pero el Teatro de Calle, es mucho más que un espectáculo, yo diría que en él reside la esencia misma del teatro, toda esa fuerza magnética capaz de hechizar los ojos del niño que, insisto, todos deberíamos conservar en nuestro interior. Tenemos la fortuna de contar con el buen hacer de Vagalume y de un creciente número de compañías que salen a campo abierto con el objetivo de hacernos soñar: bien por ellos.
Cuando el niño era niño no sabía que era niño, para él todo estaba animado, y todas las almas eran una.

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