Mijail Bulgákov, a quien los burócratas soviéticos prohibieron
absolutamente todo lo referente a su oficio literario, escribió una
carta de protesta a Stalin en los siguientes (y suicidas)
términos:
Es mi deber como escritor luchar contra la censura, sea del tipo
que sea la autoridad que la detente,
así como realizar los llamamientos que fueran necesarios a favor de
la libertad de prensa. Soy un entusiasta de esta libertad, y opino
que un escritor que pretenda demostrar que puede pasar sin ella se
asemejaría a un pez que asegura públicamente que puede pasar sin
agua.
Sorprendententemente
no fue fusilado ni enviado a un Gulag, y esto porque Stalin se había
divertido durante una obra de teatro de Bulgákov. Eso sí, la
publicación de su obra maestra El maestro y Margarita
fue un terrible suplicio para su autor, pues los censores del régimen
le hicieron la vida imposible, y solo pudo ver la luz (y burdamente censurada) veintiséis años después de su muerte. Treinta y tres años tras la muerte del
autor, la obra vio la luz en su integridad.
La
publicación de Lolita
de Nabokov se convirtió en un calvario para su autor, tanto por las
dificultades de encontrar editor, como por las torpes lecturas que
sufrió y sigue sufriendo la novela. Nabokov recibió negativas de
algunos editores en las que calificaban la obra de “repugnante” e
incluso deseaban el patíbulo al autor. Todavía, a día de hoy, su
lectura sigue siendo tergiversada por los guardianes de la moral que, a buen seguro, tendrán una vida privada impecable.
En
la España del nacionalcatolicismo, el índice de libros prohibidos
alcanzaba tal grosor que habría sido aconsejable redactarlo en
papel de fumar. Esto, sin embargo, generó una actitud de tal ingenio
en los creadores para esquivar el dedo acusador de los censores, que llegaron a aparecer verdaderos monumentos al doble sentido. Que
Tiempo de silencio llegara a publicarse fue debido a la habilidad de Luis Martín Santos para
despistar a los torpes lectores del régimen franquista.
Reinaldo
Arenas se vio obligado a sacar a escondidas de Cuba sus manuscritos,
gracias a la colaboración de unos amigos europeos. Aunque fuera
reconocido por Lezama Lima como el gran poeta que fue, su vida se vio
convertida en un infierno de persecuciones y abusos carcelarios, por
el simple hecho de ser poeta y homosexual. Arenas escribió:
… Nadie le espió (a Carlos
Marx) desde la acera de enfrente, mientras a sus anchas garrapateaba
pliegos y más pliegos. Pudo incluso darse el lujo heroico de maquinar
pausadamente contra el sistema imperante. Carlos
Marx no conoció la retractación obligatoria, no tuvo que sospechar
que su mejor amigo podía ser un policía.
Escapar
de la persecución castrista fue para Arenas su tabla de salvación y su
sentencia de muerte.
A raíz del estreno de la ópera Lady Macbeth, tal vez su mejor composición, Stalin se ocupó
personalmente de evitar que Shostakovich, quien vivía en permanente
espera de ser deportado a Siberia, estrenara sus brillantes y originales partituras.
La vida del músico estuvo permanentemente sojuzgada por el pánico.
Salman Rushdie recibió en 1989 la noticia de que
había sido condenado a muerte por el Ayatolá Jomeiní, sentencia
que podría ejecutar cualquier ciudadano musulmán del mundo. Desde
entonces, la vida de Rushdie fue una constante huida de escondrijo en
escondrijo, hasta que en 2022 fue acuchillado por un fanático islámico. El escritor salvó la vida de
milagro, no así el ojo derecho. Y todo por escribir Los
versos satánicos, novela de
gran carga simbólica de la que, tanto el Ayatolá Jomeini como el atacante Hadi Matar
(premonitorio apellido) no habían
leído una sola página.
El
éxito de lectores y lectoras de los folletines escritos por Donatien
Alphonse François de Sade,
no impidió que la “justicia” de la Francia revolucionaria lo
internara en un psiquiátrico. Poco antes, cuando el pueblo de París
culminaba la toma de la Bastilla, por aquel entonces una prisión del antiguo régimen, uno
de los reclusos era el citado marqués de Sade. Se conoce que las
fantasías eróticas
del marqués no agradaban a
monárquicos ni republicanos.
La
primera obra de lo que hoy conocemos como literatura contemporánea
se adelantó a su tiempo e iba a ver la luz en 1898. Ubú
roi,
de Alfred Jarry, apenas pudo estrenarse pues, al sonar la primera
palabra, o más bien el primer grito, del texto ¡merdre! una parte del público
prorrumpió en gritos de indignación e insultos al autor,
desembocando en una batalla campal entre partidarios y detractores
con lanzamientos de butacas incluidos.
Un
grupo de ultrarreligiosos asaltó en 1984 y en el centro de Granada una representación callejera de la
obra Demonis
del grupo catalán Els
comediants,
impidiendo el acto y agrediendo a varios de los más de cinco mil
espectadores que habían asistido a la función. Paradógicamente, uno de
los agresores que caminaba tras un crucifijo, fue
posteriormente elegido alcalde de la ciudad.
El
cantante Javier Krahe fue vetado en los años noventa en varias televisiones y medios de
prensa por escribir canciones y realizar cortos cinematográficos de
carácter ateo, amén de componer un impecable alegato contra la torticera
anexión de España a la OTAN. Los efectos de la censura en prensa y
gobernantes (tanto de izquierda como de derecha) le duraron el resto de su vida a Krahe, que siguió
cantando para su legión de fieles seguidores, en cafés, teatros
independientes y tugurios de diversa índole y especie.
En
los años cincuenta, los más destacados dibujantes de cómic del
panorama español, crearon la revista independiente T.B.O. con la
intención de escapar de las garras explotadoras del todopoderoso
grupo editorial BRUGERA. Dichos editores se las apañaron para
evitar que el T.B.O. consiguiera llegar a buena parte de los kioscos.
La aventura independiente de aquellos dibujantes tuvo que sucumbir ante la imposibilidad de generar suficientes beneficios para sufragar los gastos. Hoy, un ejemplar original de aquel T.B.O. que en su día costaba una
peseta con veinte céntimos,
puede alcanzar un valor económico de varios miles de euros.
La
llegada del Partido Nacional Socialista al poder en la Alemania de los años treinta y la
posterior anexión de Austria, supuso la prohibición de muchos
libros de autores austriacos entre los que se contaba Stefan Zweig. Sus libros formaron parte de las famosas piras que eran
alimentadas con patriótico fervor por aquella panda de imbéciles
vestidos con ridículos pantaloncitos y camisas pardas. Aunque
el autor austriaco logró exiliarse a tiempo, ante lo que
parecía el triunfo del fascismo en Europa y la extinción del mundo
que él había amado y retratado con elegante prosa, tomó la
decisión de suicidarse cuando se encontraba en Brasil. Previamente, había enviado por correo a su editor el manuscrito de su impresionante ensayo El mundo de ayer.
No
hace mucho, una editorial británica publicó varios relatos de Roald
Dahl, suprimiendo pasajes y cambiando expresiones que los
editores consideraron políticamente incorrectos. La aparatosidad de
los eufemismos con que sustituyeron las palabras del autor darían
para unas risas si no fuera porque no son más que el preludio de
algo mucho más siniestro.
Recientemente
se alzan voces autorizadas que culpan a los cuentos de hadas de
perpetuar a los constructos patriarcales y coadyuvar a la opresión
sobre la mujer. Nadie parece recordar que aquellos cuentos ya eran
políticamente incorrectos hasta que en el Siglo XIX fueron
reescritos por los Grimm, Andersen o Perrault, adulterándolos para
que los príncipes aparecieran como seres amables y las
princesas como vírgenes pasivas que esperan la llegada de un guapo marido. Lo cierto es que en la época
feudal, cuando surgieron los relatos del imaginario popular, esto era
impensable, ya que los reyes simbolizaban la figura de una autoridad
malvada que secuestraba a los jóvenes para llevarlos a morir a sus
guerras particulares, y los señores feudales tenían derecho de
pernada sobre las doncellas.
Las
inquisiciones nunca han desaparecido de nuestra sociedad. A veces
toman la forma de un poder tiránico, otras se invisten de túnicas
sagradas, y otras son simplemente parte de una élite biempensante
que mira con desprecio ese minúsculo tesoro que es la libertad de
expresión, por la que tantos hombres y mujeres han perdido la vida o
han acabado en la cárcel y el exilio.
No
nos engañemos, a día de hoy, la censura ha vuelto a ejercer un
poder asfixiante, omnímodo e ignorante. La censura nos dice lo que
podemos o no decir, pensar o escribir, lo que debemos leer o escuchar, y lo
que ha sido proscrito por el bien de unos ideales que, como todos los
grandes sueños, han pasado de ser oprimidos a convertirse en
despóticos opresores.
Todas las revoluciones, a los diez minutos de
triunfar, se convierten en reaccionarias.
Si
aprendemos a leer Farenheit
451, y
con esto me refiero al símbolo que subyace en su interior,
comprenderemos que no son “los libros en general" lo que ha sido
condenado a las llamas en la distopía de Ray Bradbury, es
la LITERATURA en particular
lo que ha sido proscrito, lo que incordia a los poderes y a buena
parte de la sociedad.
Nunca
hemos estado tan cerca de ver hecho realidad el relato de Bradbury
como lo estamos ahora.