lunes, 28 de julio de 2025

PURA OBSTINACIÓN

 El sábado 26 de julio de 2025, Margarita Victoria tuvo una caída sin importancia. Lo malo es que esa caída le hizo llegar dos minutos tarde. Llegar dos minutos tarde a la oficina no es un gran problema para la mayor parte de nosotros, pero en el caso de Margarita Victoria supone perder muchas opciones, porque Margarita Victoria se gana la vida sobre una bicicleta y su caída en la primera etapa del Tour la ha descartado para estar entre las diez primeras.

El domingo 27 de julio de 2025, en la segunda etapa del Tour, Margarita Victoria, a diez kilómetros de la meta, puso un desarrollo de los que duelen en las piernas y se escapó de un pelotón que tenía toda la pinta de jugársela a sprint. 

En una llegada agónica en la que las mejores corredoras del mundo (Vollering, Newiadoma, Kopecki, Vos... seguro que no les suenan sus apellidos) la tuvieron a tan solo dos segundos de distancia, Margarita Victoria aguantó en el repechón final y entró en la meta con los brazos en alto.

Era la primera vez que Margarita Victoria García ganaba una etapa del Tour de France. Tiene 41 años, dobla en edad a muchas ciclistas del pelotón y estaba pensando en retirarse.

Ganar una etapa del Tour es una de las hazañas más complicadas de este mundo, teniendo en cuenta que hay más de doscientas ciclistas profesionales que también quieren llevarse el premio, y algunas de ellas tienen claro que quieren ganar el Tour. 

Y si a esto le sumanos que cada Tour de France es el acontecimiento con más público presencial del mundo (hasta 100.000 en una sola etapa) no es cosa anecdótica.

Margarita Victoria, conocida como Mavi García, lloraba en la meta abrazada a sus compañeras de equipo, porque llevaba persiguiendo algo así desde hace muchos años. 

Ninguna portada en los periódicos celebró lo que había conseguido Mavi Garcia. Y no lo hicieron porque, en primer lugar, Mavi García es una mujer, en segundo lugar, porque sus miles de kilómetros de entrenamiento, sus largas concentraciones en Sierra Nevada, y su vida de sacrificios, no significan nada en nuestra sociedad patriarcal del mínimo esfuerzo.

Se habla de que, tal vez, lo que hacen estas mujeres que suben el Galibier, el Tourmalet, Los  Lagos de Covadonga, el Alpe D'Huez, el terrible Mon Ventoux y descienden a noventa kilómetros por hora, y se rompen huesos en las caídas, y entrenan haga calor, frío o caigan chuzos de punta; quizá sirva de inspiración a otras niñas que se atrevan a subir a una bici y lanzarse a la carretera a desafiar las convenciones, para escribir páginas de una belleza inigualable.

Yo diría que la gesta de Mavi García, perseguida por velocistas de renombre, algunas con más de doscientas victorias a sus espaldas, nos debería inspirar a todos, porque todos estamos destinados a caernos y no todos tenemos la fuerza de levantarnos y seguir luchando. 



miércoles, 23 de julio de 2025

HIRAYAMA

 

Pienso en Hirayama más de lo que imaginaba cuando vi aquella película. Quizá porque su nombre ha quedado en mi interior como el único personaje del cine que me ha llegado a cautivar sin reservas. El cine suele mentir tanto que, cuando dice la verdad, podría incluso provocar miedo.

Hirayama no necesita mucho para vivir, porque sabe valorar los pequeños instantes de placer que alberga la vida. Ha pasado ya de los sesenta años y, aunque todo hace pensar que procede de una familia opulenta, ejerce un trabajo que consiste en limpiar retretes públicos en Tokio y lo hace con absoluta profesionalidad. No se trata de una existencia de privaciones sino de un modo de ser y pensar arraigado en la coherencia. Con Hirayama descubrimos que la austeridad puede estar salpimentada por la exuberancia de los íntimos placeres; placeres sin lujo, sí, pero auténticos placeres. Es tímido, tanto que apenas escucharemos su voz hasta los treinta minutos de película. Sin embargo, nos bastarán sus gestos, su mirada, y su infinita ternura para ir conociendo al hombre que ha encontrado la alegría de lo cotidiano y el encanto de las excepciones en una vida reglada a fuerza de rutina. Hirayama ha entablado amistad con los árboles, incluso con el Skytree, la gran torre de radiodifusión que parece amparar los largos desplazamientos del cochecito que conduce nuestro personaje para desplazarse cada día al trabajo.


A
través de los ojos de Hirayama el espectador podría alcanzar a vislumbrar esos extraños momentos de evanescente belleza que hacen soportable una realidad pavorosa porque, en el polo opuesto de la aparente austeridad del protagonista, se expone (y no sin cierto grado de obscenidad) una sociedad de abundancia donde todos somos indigentes morales que únicamente existimos con el objetivo de tener más.

Aunque no quede explicitado, sabemos que la vida de Hirayama no ha sido fácil, y que en su humilde existencia ha encontrado una forma de estabilidad emocional a la que no va a renunciar por todo el oro del mundo, pues todo el oro del mundo es lo que menos interesa a quien sabe que el dinero puede comprar muchas cosas, pero jamás podrá adquirir tiempo.

La complejidad del personaje no se deja apabullar por las comparaciones, -aunque parezca hundir sus raíces en aquel viejo Marcovaldo de Italo Calvino- y desarrolla una personalidad absolutamente singular y un brillo interior que se apodera de la pantalla sin necesidad de banales efectismos. La tragedia de la vida y sus efímeros gozos, se amalgama en el rostro de un espléndido Koji Yakusho (Babel 2006, Sonata en Tokio 2008, Hara-Kiri 2011, Under de open Sky 2020) el actor que da vida a Hirayama y que, en el largo plano de los minutos finales, borda una de las mejores secuencias del cine universal.

Uno se planta ante un personaje de esa envergadura y sabe que no va a obtener demasiadas respuestas, pero en su lugar tendrá que buscar las suyas para las preguntas que, a buen seguro, va a descubrir.

La película se titula Perfect Days y fue dirigida por Win Wenders en 2023.

martes, 24 de junio de 2025

¿PUEDE UN OBJETO POSEER ALMA?



 

Hay ocasiones en que, por fuerza, uno tiene que sentirse pequeño, y en su pequeñez, comprender que ha sido privilegiado por tener la posibilidad de rendirse ante la excelencia.
Hoy puedo afirmar, no sin cierto orgullo, que yo estuve allí, yo fui testigo de algo que no puede resumirse con simples palabras. Tuve la suerte de ver y escuchar el maravilloso violín Gagliano de cuya alma extrajo Maria Dueñas la magia inefable que está marcando las vidas de más de cuatro.
Si uno tuviera la capacidad de distinguir las alas de una abeja cernida ante una golosa margarita, también podría ver los dedos de la mano izquierda de María Dueñas durante el movimiento final de la Sinfonía Española de Eduard Lalo. Pero eso es imposible, porque los dedos de la violinista se movían sobre las cuerdas como relámpagos, mas con tal precisión que hacían parecer la mar de sencillo uno de los conciertos más complejos de los últimos doscientos años. 
Y sin embargo no fue hasta el sorprendente encore, ya fuera de programa, en que la violinista entregó lo más íntimo de sí misma. Se trataba de una poco conocida Veslemoys Sang del compositor noruego Johan Halvorsen, una suerte de romanza en la que Dueñas obtuvo el maravilloso acompañamiento de la cuerda de la Orquesta Nacional de España con la complicidad del entregado maestro Orozco Estrada. Les puedo asegurar que he escuchado unas cuantas versiones de estos apasionantes tres minutos de pura música, pero nunca, jamás, he podido percibir el derrame de ternura con que María Dueñas acariciaba las cuerdas de un instrumento dotado de espíritu, por obra y gracia de este prodigio de tan solo veintidós años que nos ha regalado la vida.  
Yo estuve allí, repito, y puedo contarlo como lo viví; ya lo creo que sí: con decirles que todavía me tiemblan las piernas... 

martes, 8 de abril de 2025

COINCIDENCIAS

 


Si el hipotético lector se embarca en la aventura de abrir las páginas de Ejercicios de estilo de Raimond Queneau va a encontrarse con una de las lecturas más lúdicas de los últimos cien años. Me explico: el autor toma un hecho totalmente anodino, insustancial para más señas, y lo describe de noventa y ocho formas diferentes; usando modos estándares como por ejemplo: torpe, parcial, olfativo, gustativo, ignorante… y así hasta completar una panoplia de formas diferentes para contar el mismo suceso. Y ustedes pensarán ¡menudo pestiño! ¡el mismo cuento noventa y ocho veces! Y, a priori, podría parecer uno de esos juegos literarios a los que somos aficionados los frikis de las letras, pero lo cierto es que, al tener constancia del asunto y ver las múltiples posibilidades de expresar la misma idea, resulta que a uno se le encienden los faros y se lanza al juego como el que se zambulle en la piscina. Y de ello resulta que, cada uno de los ejercicios de Queneau es una fiesta de posibilidades en la que las endorfinas del lector van a estallar en carcajadas. Dicho de otro modo, desde que leí la novelita de Perec, ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio? no me lo había pasado tan bien. Diré más: el origen de este extravagante juego de Queneau llegó a su autor tras haber escuchado El arte de la fuga de Bach, obra que se inicia con un tema de aparente simplicidad que el autor va enriqueciendo por medio del contrapunto y la fuga hasta crear algo que, a día de hoy, supera de lejos las capacidades de cualquier ser humano.

El asunto quedaría ahí de no ser porque acaba de caer en mis afortunadas manos otro librito de relatos, en este caso de reciente aparición, obra del afinado poeta Salvador Galán Moreu, bajo el título unitario Los cuartos de Ellas, en los que el autor realiza una serie de cambios de estilo al implicar su voz en las múltiples personalidades de las narradoras. Y he aquí lo, a mi juicio, más interesante del juego, pues en la primera parte, bajo el mismo título del libro, y de forma deslumbrante, la voz del autor queda relegada en favor de las protagonistas, cada una de ellas tan diferente a las otras como cada individuo lo es de sí mismo. Más que un ejercicio de estilo, diría yo que, en este caso, se trataría de un ejercicio de empatía, aunque no vaya desgajada de un temerario sentido crítico, más teniendo en cuenta que, a día de hoy, todo ejercicio de lucidez corre el riesgo de enfrentarse al permanente acecho de las nuevas inquisiciones. La habilidad literaria, más que una intención de lucimiento, queda refrendada en la segunda parte del libro, Jonás en el Búnker, de nuevo con frecuentes recursos a la primera persona, e incluso a la elongación de las frases más allá de lo tradicional, en pos del juego; un juego en el que el lector deberá comprometerse en oposición al manido papel de receptor. Decía Escher que su arte era un juego; pero un juego muy serio.



También de reciente aparición, aunque de largo recorrido, tengo en mis manos el volumen Trenes de Miguel Arnas, donde es la gran máquina de vielas, con su cadencia sincopada, sus movimientos repetitivos y sus cambios de ritmo, lo que marca las diferencias de estilos entre el primer relato Diciembre 1939 con respecto al resto de las narraciones. Admirador confeso de Thomas Pynchon, Arnas eligió un compás cercano al estilo Beat, para colocar al protagonista como testigo subjetivo de uno de esos viajes en vagones de mercancías, al que fueron sometidos los exiliados españoles tras la contienda que sumió a nuestro país en uno de sus más vergonzantes periodos. Mediante esta forma de narración directa como una ráfaga de jabs de izquierda en el rostro del lector y carente de ornamentos, el protagonista nos susurra al oído cuán fácil resulta verse despojado de algo tan esencial como lo es la propia dignidad.

En el siguiente relato, Miguel Arnas, nos invita a un viaje a su pasado con puntuales regresos al presente, por medio de una visión lacerante sobre la desdichada época de las censuras morales y la represión sexual,  y lo hace cambiando a un estilo más personal, con un lenguaje cervantino, tanto en la elección de las terminologías más cercanas a las usadas en el Oulipo, como en un fino y elegante sentido del humor que, dicho sea de paso, tengo la dicha de frecuentar. De entre estas estampas unidas por la presencia de los viejos trenes en los que la aventura parecía estar garantizada, encuentro en el relato Agosto 1964 un encomiable ejercicio de sinceridad, ya no por su veracidad sino por la capacidad reflexiva con la que Arnas observa el inconsciente colectivo de una época que atravesó para siempre el alma de un país entero.

Si el estilo es la seña de identidad de un autor, digamos que la capacidad de cambiarlo, el desafío al artificio, el juego literario por excelencia, definen al escritor por encima de los lugares comunes que, a fuerza de repetidos, acaban imponiendo un retroceso.

jueves, 20 de marzo de 2025

HAY ALGO EN LA LLUVIA

 


Hay algo en la lluvia que nos hace vulnerables, algo que nos incita a retornar a los territorios de la infancia, ya saben, ese instante tan efímero en que la existencia nos parece dotada de eternidad; aquellos charcos que estaban ahí para meter los zapatos, los amores prohibidos que ni uno mismo sería capaz de reconocer, las preguntas sin respuesta que flotaban en el aire.

Bajo la lluvia echo de menos ese acto de desobediencia que practicaba cuando iba al trabajo en bicicleta, esa dulce canallada de atravesar la plaza solitaria con la inercia de mis ruedas. No era difícil sentirse un privilegiado al deslizarse aún de noche por las calles casi vacías del centro de mi ciudad, provocando un revuelo de palomas a nuestro paso, canturreando como Tom Waits tras una larga noche de baladas y tragos, como si aún tuviera uno la capacidad de enamorarse, sin caer en la cuenta de que llevo más de veinte años conculcando los preceptos que marcan la existencia del buen obediente.

Quizá esa sensación de andar transgrediendo mandamientos sea lo que hace que la niñez vuelva a fluir por mi sangre, ese deseo de sacar la lengua a lo establecido, de multiplicar el silencio con otro silencio, de beberme las gotas de lluvia y sonreír sin motivo; quizá esa magia, digo, de cortar el aire con las delgadas ruedas del velocípedo, sea una excusa para sentir palpitar la vida dentro de mi pecho aunque también sea consciente de que la vida empezó hace tiempo su declive.

Hace más de veinte años, tal vez muchos más, que pedaleo alegre hacia la indigna servidumbre de la productividad, tan solo porque habrá que alimentarse para poder seguir escribiendo, y todavía siento que el pulso se me acelera cuando veo a los jóvenes subir a golpe de pedal la rampa de sus anhelos.

Y no dejo de preguntarme qué nos estará pasando para habernos dejado convencer de que la madurez consiste en dejar de soñar. ¿Nos habremos vuelto tan adocenados que confundimos la elegancia con la apariencia?

La vida es demasiado corta como para desperdiciar el tiempo. Lo dijo el gran Henry David Thoreau, y yo aquí lo repito: ¡como si se pudiera matar el tiempo sin dañar la eternidad!