miércoles, 13 de abril de 2011

LAVI E BEL

Cuando escribo estas líneas pienso en aquellas cosas que me identifican como persona: mis errores, mis defectos, mis principios, mis cobardías... Según parece, de un tiempo a esta parte, pertenezco a un grupo nada selecto de folicularios cuya opinión, más o menos fundamentada, podría ejercer cierto tipo de influencia. Tal condición podría servirme para convertir una teoría, o un adjetivo ingeniosamente colocado, en un arma de consecuencias fácilmente predecibles. Permítanme que me ría para mis adentros. Por muy en serio que me tomase lo que escribo, siempre lo haré dando por sentado que se trata tan solo de mi forma de ver las cosas. Rara vez, al redactar una crítica teatral, tenemos en cuenta el enorme esfuerzo individual y colectivo que supone poner en pie una obra –frecuentemente montada a pesar de los pesares- y la renuncia que lleva aparejada la vida de los que sobreviven del puro riesgo. Hacer teatro es partir desde la nada hacia un camino plagado de incertidumbres.
Partiendo de la base de que lo perfecto no existe, podríamos llegar a un cierto consenso sobre la calidad de una función determinada. Los parámetros de calidad son, por supuesto, algo que depende en muchos casos del criterio de cada espectador. Pero ¿qué sucede cuando una obra es capaz de arrebatar la respiración del público, hacerlo saltar de sus asientos, romper la barrera imaginaria que separa el escenario del patio de butacas, hacer al espectador parte integrante e indisoluble del espectáculo y, sobre todo, REIR; reírse del mundo, de la historia, del más allá y del más acá. Reírnos de nosotros mismos, de cada uno y de todos a la vez; de nuestro propio ser, de nuestra identidad y de nuestros dolores. Reírnos de lo más sagrado y hacerlo de la forma más inocente. Reírnos hasta el punto de perder la noción del tiempo, de suspirar después de dos horas que se nos quedan cortas, e incluso pensar que nos hubiera gustado compartir con los ausentes esta experiencia vivificante. Esa y otras muchas cosas llega uno a pensar cuando sale del “Cabaret Líquido” de Laví e Bel. El “Cabaret Líquido” ha sido la pequeña gran Oda a la Alegría que una compañía de Granada ha paseado por España. En ese aspecto no sería aventurado afirmar que un modesto proyecto se ha convertido en una empresa saludablemente ambiciosa. Laví e Bel, se llevó un sorprendente Max de Teatro, compitiendo con producciones de altísimo presupuesto y éxito garantizado. Eso no es nada fácil. Pero el éxito no puede medirse únicamente mediante el cómputo de la taquilla, no señores, el éxito de una función de cabaret está en su capacidad de hacer soñar sin grandes artificios, sin necesidad de fatuas exhibiciones de poderío material. El éxito –término al que prefiero observar con cierto distanciamiento- puede estar en el don de convertir la deliberada cutrez en una obra de arte. El cabaret tiene esa magia que consiste básicamente en hacer escarnio de sí mismo, en presentarse ante el espectador y mostrar sus propias carencias de tal manera que todo parezca premeditadamente deformado, retorcido y estirado, con la noble intención de encender la chispa del ingenio, conectarla con la mecha de la complicidad, y hacerla estallar en carcajadas.
Si yo les dijera que el “Cabaret Líquido” ha sido el mejor espectáculo humorísticosatíricomusical que he presenciado en años a la redonda, ustedes me podrían contestar que estoy cayendo en el fácil ejercicio de sobrevalorar una función por el hecho de que ha sido cocinada en el pueblo donde vivo. Lo que distingue una mentalidad provinciana de un pensamiento abierto es precisamente la convicción de que nada hay más grande que el pueblo de uno. Pero ¿y si esta vez estuviéramos en lo cierto? En esta bendita tierra -como en tantas otras- nadie va a ejercer de profeta. Laví e Bel ha tenido que darse un baño de risas y emociones por la geografía nacional (y parte del extranjero) para que nos demos cuenta de lo que tenemos delante de las narices.
Las entradas para la función sorpresa del pasado veintisiete de febrero, duraron menos que una lluvia de verano. Estar presente en la despedida del “Cabaret Líquido” ha sido el privilegio de una inmensa minoría. Una sola función en la que el Teatro Alhambra no se vino abajo gracias al hormigón añadido en las últimas obras de reforma. Pero ¿por qué una sola? ¿Por qué no un par de meses en cartel? ¿Acaso no se ha demostrado con “La barraca del zurdo”, que el equipo de Emilio Goyanes tiene cuerda para rato. Cierto es que “Cabaret Líquido” es un montaje costoso, con un equipo de profesionales que se ganan la nómina a fuerza de genialidad, y con un trabajo creativo que el dinero no puede pagar. No es cuestión de ponerse a meditar en voz alta sobre la rentabilidad de un buen espectáculo, sobre todo cuando queda demostrado que el dinero invertido genera un movimiento económico nada despreciable.
Pero todo esto no es más que una pataleta personal. Yo lo que quiero es que todo el mundo pueda subirse a este crucero imaginario y navegue con el mayor de los talentos posibles hasta alcanzar la risa perfecta, la alegría de estar y sentirse vivo. A este respecto les diré que últimamente se han patentado muchos y muy efectivos medicamentos para paliar los estados melancólicos, depresivos y frustrantes que necesariamente tenemos que afrontar, pero ninguno tan eficaz como pasarse hora y media de ensueño en un teatro y seguir sonriendo todavía cuando han pasado días e incluso meses. La risa inteligente no tiene efectos secundarios, no reseca las glándulas, no precisa de aditivos, y además multiplica la producción de endorfinas, dopaminas y ganas de vivir. La risa bien inducida no nos va a curar las amarguras, pero nos dará una tregua para respirar entre hiel y hiel, y considerar seriamente que, después de la oscuridad, siempre habrá un amanecer que nos inunde los ojos de luz y esperanza, que más arriba de esos nubarrones grises se extiende un azul infinito.
Atrás va a quedar la enorme potencialidad de los actores para hacer girar cada instante de la obra con agudas improvisaciones, con morcillas de pata negra y con inesperados giros que sorprendían hasta al propio director. Atrás quedará nuestro deseo utópico de que el “Cabaret Líquido” vuelva periódicamente como los fríos invernales.
Yo que tantas veces he vivido el teatro como una experiencia frustrante, a medio camino entre el quiero y el no puedo; también necesito entender el milagro de la escena como un paño que te limpia las gafas y te permite ver la vida con una nitidez deslumbrante. Verdad y apariencia se confrontan en el teatro como dos espejos que se desafían con la nada de por medio. Entonces, cuando menos te lo esperas, puede suceder que estés siendo partícipe de esa fuerza magnética capaz de librarte de tu morralla sentimental, de extraer emociones que nunca habrías imaginado poseer, de verte señalado por el dedo acusador de la evidencia y obligarte a reconocer tu vulnerable humanidad. No es malo abrir los ojos para descubrir lo que hay más allá de nuestro exiguo horizonte. Y todo, por el módico precio de una entrada y noventa minutos de complicidad.

Gärt

jueves, 30 de diciembre de 2010

LA TERCERA OPCIÓN

Al hilo de estas ociosas polémicas sobre la pertinencia o no de determinadas tradiciones, parece ser que uno está obligado a alinearse a favor o en contra de celebrar acontecimientos pretéritos, como si nos fuera la honra en ello. He de aclarar para empezar que, en esto del día de la Toma, me posiciono en contra de todos, incluso de mí mismo. Con ello quiero decir que no estoy ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario. La celebración de la Toma de Granada me es someramente indiferente. Y no será porque los homenajeados me caen bien. Vamos; que a mi modo de ver los Reyes Católicos sólo les caen bien a los que no han estudiado historia o a los que pretenden que la historia se debería escribir con las glándulas productoras de testosterona. El caso es que, pasados ya cinco siglos, se me antoja una solemne pérdida de tiempo. Ponerse a debatir sobre si es bueno o malo tremolar ajados pendones y vociferar consignas, tiene menos contenido que un percebe. Eso sí; el percebe suele dejar mejor sabor de boca que todos esos acalorados discursos sobre lo correcto. Otra cosa diferente es lo de mostrar el desacuerdo con tales liturgias por medio de insultos fáciles y ramplones. Cuando uno disiente, debería razonar y ser razonable.
Haga cada cual lo que le parezca oportuno y déjese al otro el derecho a machacársela si le place, siempre y cuando no salpique. Ya sé que acabo de soltar una frase hecha, pero cada día que pasa voy apreciando más el hecho de haberme apuntado al club del meimportaunbledismo. ¿Por qué? Pues porque la edad le va enseñando a uno que el tiempo vuela y que, a ser posible, se debería concentrar la atención en cosas verdaderamente significativas. ¿Cómo podría derrochar mi efímera existencia en festejillos locales, cuando tengo problemas reales en los que pensar? ¿Acaso no es más alarmante la decadencia cultural, educativa y moral en la que estamos dejando caer a las generaciones que nos siguen? ¿Nadie dice nada sobre la eliminación arbitraria de la presunción de inocencia que se ha perpetrado bajo supuestos marcos legales? ¿Es posible que nos quedemos de manos cruzadas cuando los causantes de esta depresión económica reciben ingentes ayudas del estado, arrancadas del bolsillo de la clase trabajadora, y no tengan el menor empacho en desahuciarnos y seguir beneficiándose a costa de la miseria que han sembrado?
Si me apuran, hasta cruzar con mi perro el paso de peatones de la avenida de Murcia y llegar al otro lado con vida, se me antoja más importante que los actos conmemorativos de la unificación forzosa de España. Sí, ya sé que el advenimiento de un nuevo estado supuso la expulsión de moriscos y judíos, la proliferación de los autos de fe, quema de herejes, y otros refinamientos por el estilo. Para eso está la historiografía; para que podamos asumir que no todo fueron glorias en nuestro pasado. Para que entendamos que una patria es algo que se creó a partir del interés particular de un soberano, a base de fuerza bruta y prejuicio. Y sin embargo, el tiempo transcurre y la mayoría de los culpables mueren en el olvido. Se emprenden nuevos retos e ilusionantes proyectos. Si para algo tenemos los ojos en la cara es para mirar hacia delante, en lugar de pasarnos la existencia enfrascados en rememorar un lejano pasado.
Las sociedades deberían evolucionar, digo yo, para mejorar en lo posible, y no para encasquillarse en la recalcitrante nostalgia.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL ARTE DE LA IMPOSTURA

Hace unos meses hablaba con un joven realizador sobre lo que suponía trabajar en el medio televisivo. Mi amigo me confesó, así de sopetón, que trabajar en la televisión pública suponía aceptar unas condiciones inimaginables –al menos en mi pueril ingenuidad- para cualquier creador. Para poder colaborar en un medio público, no había más remedio que someterse a los dicterios de aquellos que cortan el bacalao. En palabras textuales de mi atribulado colega, los niveles de censura que imperan en cualquier medio de difusión pública son tan asfixiantes como lo eran hace cuarenta años. Entonces –pregunté yo, iluso de mí- ¿eso de la pluralidad? Eso de la pluralidad, querido Gärt –espetó el muchacho- es la estafa más grande de la democracia.
De manera que, esa libertad por la que muchas personas se han dejado años de su vida en la cárcel, por la que más de uno ha arriesgado e incluso perdido la vida, esa libertad de expresión de la que habla el fantasioso artículo 20 de la constitución española, no es más que un cuento para niños, una utopía.
Así las cosas nos hemos convertido en un país de impostores, y para colmo estamos convencidos de vivimos en un estado de derecho. Nos creemos nuestras propias mentiras. Nos hemos acostumbrado a normalizar que el mundo esté poblado y manipulado por tipos egregios –encantados de conocerse a sí mismos- que alardean sin el menor pudor de altísimos principios, todos ellos muy respetables, que rara vez practican cabalmente.
Por una parte, vemos como ocupan los puestos ejecutivos y directivos esos próceres, amantes de lo sagrado, intachables padres de familia, domingos en misa y semana santa con capirote, esos parroquianos de pro que los sábados por la tarde se recrean el los prostíbulos del extrarradio, o se deslizan en los hoteles con dama que no es su señora. Por el otro, todos conocemos a aquellos que presumen a voz en cuello de su talante progresista, de sus ideas igualitarias, izquierdistas y antifascistas (ista, ista, ista...). Los mismos que, en su vida privada, se dirigen a sus empleados con total desprecio por la dignidad ajena, tiranizan a sus familias, defienden y participan en las tradiciones más añejas sin cuestionarse su validez, y hablan de los individuos del otro sexo por medio de groseras generalizaciones. Todo ese cuento de la ideología y el fervor religioso ha quedado muy bien como vestimenta, como folclore, como perfume discursivo. A la hora de la verdad, lo que dirige nuestros destinos es la pura hipocresía, el arte de la impostura.
A día de hoy, no existe ningún medio de comunicación donde un ciudadano pueda expresar libremente aquello que piensa. Porque, mientras nadie demuestre lo contrario, el pensamiento que no concuerde con los dictados morales del que manda no tiene posibilidad alguna de encontrar difusión. Todos los medios, públicos y privados, aplican lo que ellos llaman línea editorial, y que en muchos casos se traduce en atentados contra la libertad de expresión. ¿De qué hablan entonces estos popes del periodismo cuando mencionan cosas como pluralidad o libertad? ¿Qué clase de lecciones morales puede darnos una prensa obligada a no morder la mano que les da de comer? Y luego se les queda cara de póquer cuando se ven desbordados por la valiente defensa de la libertad de expresión que hace Wikileaks. ¡Amos anda!
En este panorama, los escritores y periodistas tienen dos opciones. Primera: morderse la lengua, tragarse un sapo, besar el culo de los todopoderosos, pasar por el aro, aceptar recomendaciones, prestarse a chanchullos, recibir premios amañados y, por supuesto, acceder por la vía rápida al idolatrado ÉXITO. La segunda opción es decir lo que se piensa –que puede ser acertado o no- y escribir con la convicción de que se está haciendo literatura. En ese caso, quien todavía tenga redaños para mantener intacto el orgullo, recibirá cientos, miles de portazos en las narices, se verá relegado a la total ignorancia, de vez en cuando ganará un segundo premio de un concurso de tercera división. Tendrá, por supuesto, que buscarse otro trabajo. Y finalmente morirá, como murió Melville, convencido de su fracaso. Lo cierto es que Melville fracasó en vida, pero no en la posteridad; pero resulta que la posteridad nos importa un bledo a los vivos, porque es cosa de muertos y los muertos no disfrutan de otra cosa que del descanso eterno.
El éxito era algo fútil e inconsistente para Sócrates. Por supuesto, Sócrates nunca obtuvo el reconocimiento de los atenienses. Lo que sí obtuvo fue un buen copazo de cicuta. La gloria quedó para Platón, quien tomó prestados sus mejores discursos y construyó un personaje a su entero arbitrio. Pero al menos nos queda aquella máxima Socrática por la cual, todo lo que tiene relación con el éxito carece de valor para el alma, y el alma del individuo se nutre principalmente de la lucha diaria por hacer lo correcto. El bien no sirve para nada cuando se practica a cambio de unos réditos; sólo es moralmente aceptable cuando se invierte en sí mismo. El único beneficio de practicar el bien por el bien está en nuestro espíritu.
¿Alma o éxito? Ustedes mismos.

martes, 16 de noviembre de 2010

SIGUE BAILANDO

Y no te preocupes por nada. Sigue pasándolo bien; ajeno a todo el dolor del mundo. Sigue bebiendo calimocho, cocacola con salfumán, fanta con matarratas. Sigue así y no te pares. No saludes, no cedas el paso, no cedas el asiento, no te pongas en el lugar de los demás. No te impliques. Sigue gritando, riendo, cantando, percutiendo la batucada; que yo me pondré tapones para dormir, y trasladaré mi dormitorio al cuarto de baño. No te preocupes por nada, deja los desperdicios en el suelo, que yo los recogeré mañana y los depositaré en ese contenedor que está a metro y medio. Sigue, sigue, sigue y no te pares. Lleva a tu perro suelto, porque no mola lo de la correa. Porque la correa no es guay. No pasa nada. Si se pierde, no tienes más que colgar un cartelito en el árbol del parque. Si se pelea con otro y le arranca una oreja, es más que probable que su dueño pague un seguro médico. Ni siquiera te enterarás si muere atropellado. Nadie te lo dirá. Si un desalmado lo usa como sparring para perros de pelea… son cosas del destino, del zen y del karma. La vida es así.
Y nada de llevar casco en la moto. Eso son cosas de viejos y de perdedores. Lo que mola es eso de sentir el aire en las orejas, sentir el embriagador perfume de la libertad, y volar, volar, volar, como vuelan los pájaros allá en lo alto. La moto es una extensión más de ese colocón que te has pillado con el calimocho, los porros, la cocacola con salfumán y la fanta con matarratas. La moto es poderío. Es guay saltarse los semáforos, zigzaguear entre los coches, y adelantar a todos esos carrozas que sí, tienen motos muy grandes y muy potentes, pero no tienen lo que hay que tener para correr lo que hay que correr.
Sigue corriendo, bien colocadito, sin casco, sin permiso y sin seguro. Ya pagarán los otros. Es lo mejor que puedes hacer, porque eres un buen donante de órganos. Y porque tal vez mañana, un enfermo del corazón, del hígado o de los riñones (si es que no te los has castigado demasiado con tanto brebaje y tanto canuto) te lo agradecerá el resto de su renovada vida. Pero, por favor, ten cuidado cuando te la pegues, no sea que te dañes los ojos y esos ojitos tuyos tan monos, que tanto te han servido para echárselos a más de una periquita, podrían devolverle la vista a más de uno.
Sigue bailando, que es bueno para el corazón, y siempre habrá alguien que lo merezca, alguien que le daría algo de sentido a su existencia. Alguien capaz de respetar el descanso ajeno, alguien que no deja el suelo hecho un muladar después de una ruidosa fiestecilla. Alguien que, por respeto al otro, nunca conduciría ebrio. Alguien que dejaría latir ese corazón como un potro desbocado escuchando las notas de un laúd. Alguien, en resumen, que supiera valorar su propia vida y la vida de los demás.

viernes, 17 de septiembre de 2010

LA ELEGANCIA DEL ERIZO

Cuando a uno le insisten mucho (depende de quien lo haga) en que lea uno de esos éxitos editoriales de largo recorrido, suele abrir la primera página algo estreñido por las suspicacias y bastante cargado de excepticismo. Habría que reconocer -huelga el comentario, pero ahí va- que la calidad no siempre ha estado reñida con las buenas ventas. Empezando por el ingenioso hidalgo, ha habido honrosas excepciones en esto del libro comercial. Alguna que otra genialidad, incluso, pero no demasiadas. Últimamente se ha llegado a tal menosprecio por la inteligencia del lector que se podría asegurar que una cosa es la literatura y otra el mercado editorial. El temor está en que llegue el día -y todo hace parecer que está más próximo de lo que creemos- en que la literatura se convierta en una reliquia del pasado y haya que dar paso al puro entretenimiento. Ese requiem ya ha sido entonado en la novela DUBLINESCA, de Enrique Vila-Matas. El escritor catalán adelanta y empareja la muerte de la literatura y el final de los libros tal y como los hemos conocido durante los últimos quinientos años. ¿Será casualidad que ambos funerales hayan de celebrarse al mismo tiempo? Quién sabe.
He de reconocer que Muriel Barbery me ha sorprendido favorablemente. Y eso a pesar de haberse dejado sobrepasar por algún que otro cliché posmoderno, además de haber optado por un final excesivamente melodramático, a mi juicio. Pero tales detalles -detalles nimios- carecen del suficiente valor sustantivo como para hundir una buena novela en la que la escritora francesa ahonda en la fuerza de las apariencias, tanto a nivel individual (por aquello de la necesidad de usar máscaras) como a nivel social. LA ELEGANCIA DEL ERIZO, es una novela profundamente filosófica, una esperanzadora recuperación del uso literario como espacio para el pensamiento. Por supuesto, cabe la posibilidad de que los personajes carezcan de verosimilitud. Ninguna niña de doce años con antojos suicidas fácilmente predecibles, concibe el mundo como lo hace Paloma, una de las dos protagonistas. Para tener esa capacidad analítica, y sobre todo, para expresarla con tanta y tan lúcida soltura, hace falta haber vivido algo más de una docena de primaveras. Pero ¿importa ese detalle en el conjunto de una obra donde el cómo supera con creces al qué? Evidentemente no. No importa que la prosa y el pensamiento crítico de Paloma correspondan a una agudeza digna de Albert Einstein. Y no importa porque la autora ha ido mucho más lejos. Por medio de un juego de puntos de vista diversificados, nos presenta el retrato de la alta burguesía parisina de una forma deleterea. La visión que tanto Paloma como la señora Michel exponen con respecto a la clase dominante francesa es sencillamente vitriólica.
Todos los personajes -como todas las personas- están dotados de máscaras, con las que ocultan su verdadero yo. Tanto las dos narradoras como el resto del plantel, necesitan esconder su alma para sobrevivir. Todos nosotros aparentamos algo que no somos. Supongo que lo que nos hace interesantes es la posibilidad de desvelar lo que ocultamos.