sábado, 8 de octubre de 2011

LA BIBLIOTECA FANTÁSTICA


Como en los libros de Georges Perec, deberíamos aprender a observar esas cosas que llamamos insignificantes para transformarlas en hechos extraordinarios. ¿Nunca se han detenido en medio de una calle, tal vez en un banco o una terraza, para anotar mentalmente eso que denominamos cotidianeidad? Claro que no, porque lo cotidiano, lo que se repite día tras día, nos acaba pareciendo fútil y porque nos han enseñado a saturarnos de acontecimientos chirriantes, a escandalizarnos ante lo que, en rigor, sólo sirve para aburrir.
Pasamos frente a una frutería y vemos de soslayo todo ese género, sin pensar en el mimo con que el frutero coloca las cajas cada mañana. Compramos el periódico, pero nunca nos preguntamos cómo es posible que, en un lugar tan escueto, pueda amontonarse tanta y tan variada información. Un kiosco es una materialización de aquel Aleph de Borges donde podían observarse todos los acontecimientos del mundo, los pasados los presentes y los venideros. Un kiosco de prensa es balcón abierto al infinito, desde el que nos asomamos y vemos los mismos hechos bajo un número indeterminado de perspectivas. El mundo como torre de Babel. La vida contada en incontables lenguas y recitada en forma de un largo trabalenguas. En un kiosco –al contrario de lo que pasa en las mentes más obtusas- caben tantos puntos de vista como ojos que los ven, y tantas controversias como formas de mirar. En una utópica lectura de todo aquel material impreso sería posible llegar a tantos acuerdos como desacuerdos, porque allí suceden tantas cosas absurdas como lúcidas. Entre las incontables palabras que se aglutinan en el copioso mundo del folletín es posible ordenar un caos que oscilaría entre lo fantástico y lo fríamente realista.
Qué es la realidad sino una proyección subjetiva del deseo –el deseo es siempre una experiencia subjetiva- donde aprendemos a separar lo que se quiere de lo que se puede. Y toda esa realidad, se amontona en el angosto espacio de un pequeño kiosco. Un ápice de la gran biblioteca universal en constante renovación, donde siempre habrá un ser humano dispuesto a capear temporales por el heroico precio de comerciar con palabras. Palabras que viajan de lo sublime a lo perverso, de lo implícito a lo explícito, lo sensual y lo obsceno, lo sagrado y lo profano. Podría discutirse largo y distendido donde empieza cada cual, pero este no es el caso; el caso es que el mundo no tiene que más remedio que ser múltiple y diverso.
Y cada mañana, mucho antes de que empiecen a manifestarse las primeras luces del día, unas manos encallecidas, curtidas por los fríos inviernos y ennegrecidas por la tinta de portadas y contraportadas, extraen peanas y expositores, improvisan mesas y atriles, donde superponen con cariño de escaparatista, todas esas ventanas que nos alejan de nosotros mismos y nos aproximan al otro, al yo ajeno que habita y deshabita nuestra pequeña gran biblioteca fantástica.

martes, 13 de septiembre de 2011

ALTA SOCIEDAD



La Duquesa del Infantado, doña Maria de las Nieves Molinari, miraba a través de sus impertinentes al palco de los Condes de Palancares. El Conde de Palancares, don Andrés Adalberto Quirós y Pérez Pi de las Alpujarras, miraba de soslayo el generoso escote de su nuera, Petronila Cercedillas, quien no perdía detalle de la espléndida diadema que lucía la Baronesa del Tocón. La Baronesa del Tocón admiraba el ostentoso abanico de plumas de caribú de doña Fuencisla Rancaño, a la sazón viuda del Vizconde de Socuéllamos y estrábica desde la cuna, quien con el ojo derecho atendía el drama que se desarrollaba en el escenario, mientras que con el izquierdo escudriñaba cada gesto de la última amante de Emeterio Braojos, hijo primogénito de la marquesa de Los Alminares. A decir de las malas lenguas, la tal Amaranta Cijuela, mujer de nebulosa reputación, jamás llevaba ropa interior bajo aquellos vestidos de seda japonesa. ¡Ni tan siquiera una combinación! Y para colmo, era más que conocido el affaire que a su vez mantenía con el ínclito Mariscal Von Flüsse, laureado estratega y amante de reconocido prestigio. Pero eso de las amantes era tan solo una tapadera, porque en ese mismo instante, Emeterio Braojos acechaba con ardor al hijo imberbe de los Condes de Armilla –lo que se dice un efebo- mientras la señora Condesa, doña Maria de los Remedios Rivers, clavaba los prismáticos en la tercera fila del patio de butacas, donde el muy estólido de Cornelio Rabanal lloraba a moco tendido con el aria de soprano que la diva emérita, Aurora Padilla, destrozaba al final del tercer acto. Claro que también era posible que Cornelio llorase por culpa de los torpes gorgoritos que pergeñaba la Padilla con la tácita intención de humillar a Masenet. A todo esto, el Condeduque de Churriana dormitaba en su palco, y tan solo abría los ojos cuando la Condesa de Maracena le atizaba en el cogote con su estola de armiño. Desvió entonces la señora Condesa de Armilla sus impertinentes al palco de doña Ignacia Manuela Alcántara, marquesa de Las Albuñuelas, quien miraba a la platea donde era a su vez observada por la recientemente salida del convento, señorita Molinari, hija de la duquesa del Infantado.
¡Menuda desfachatez! -dijo entre dientes la señora Marquesa de las Albuñuelas cuando cayó en la cuenta de que su intimidad era literalmente violada por aquella presunta mojigata- ¿Es que ya nadie enseña modales a la juventud?

sábado, 27 de agosto de 2011

MÚSICA PARA PEATONES


Hiciera el tiempo que hiciera el pianista siempre estaba allí. Daba igual que lloviera, arreciara el viento, cayera un sol de macetilla o una límpida nevada; aquel enorme piano de cola estaba ahí, desgranando un inconmensurable repertorio que podía ir desde las Goldberg de Bach hasta un swing de Cole Porter; desde un Arabesque de Debussy hasta un el Ain’t Got No en la augusta versión de Nina Simone. Todo aquello que pudiera contagiar esa pasión inefable de la música, ese contagioso virus del deseo de vivir, brotaba de los dedos del pianista como un estallido de chispas de colores nunca vistos. La gente podía en un principio hacer ademán de pasar de largo, porque todo el mundo parece ir con prisa cuando va por la calle, todos tienen que llegar a tiempo a algún sitio aunque sea en pleno domingo, porque siempre habrá algo o alguien que espera, aunque finalmente todos lleguen tarde -puede incluso que lleguen tarde precisamente por culpa del pianista- si bien eran mayoría los que se detenían ante aquella inesperada aparición. Y era normal que acabaran arremolinándose alrededor de aquel hermoso piano de cola amarillo. Sí; han leído bien, he dicho amarillo, pero no un amarillo pálido, ni un amarillo vainilla, tirando a ocre, sino de un color amarillo refulgente como un espejo, tal vez como ese amarillo con que se tiñen las hojas de los álamos antes de formar una alfombra en los suelos de las riveras. Pues bien, los transeúntes, que tan aprisa circulaban hacia nosedónde –cada uno al encuentro con su destino- se detenían en seco cual frenada de bicicleta, al principio dubitativos, para luego estirar el cuello por encima de los hombros de los más afortunados, aquellos que habían conseguido una primera fila, y se dejaban embriagar por esa música amarilla, de un amarillo efervescente. Alguno había que no tardaba en sentirse poseído –o incluso poseso- por el ritmo de un ragtime a lo Scott Joplin, y experimentaba como un impulso de corriente alterna que le provocaba espasmos de los pies a la cabeza. Era más que habitual que una pareja se lanzara a bailar un quick step o un rockabilly, y aquello acabara con un interminable revuelo de faldas e incluso alguna que otra acrobacia. Y lo que es más, de vez en cuando pasaba por allí un saxofonista que se unía al pianista, y entonces se establecía un diálogo sin palabras, un acto de sublime e inopinada complicidad, y se desencadenaba una jam session que podía alargarse hasta altas horas de la madrugada. En esos casos solía acoplarse un trompetista que derivaba la cosa hacia los inextricables terrenos del bee bop, pero que finalmente se dejaba guiar por las hábiles manos del pianista hasta los antiguos sonidos de Nueva Orleáns, que inevitablemente atraían al clarinetista de turno, el cual invitaba a sumergir los compases en los salvajes brazos de Benny Goodman. Y no vayan a creer que aquellas largas veladas provocaban protestas de los vecinos. Porque aquella música evanescente, aquella expresión del delirio vital, provocaba una apertura masiva de ventanas y balcones, donde niños, adultos y viejos aplaudían pidiendo más y más bises hasta que el pianista saludaba por última vez y la espontánea reunión se disolvía tan fugazmente como había comenzado.
Y eso era lo más curioso. Porque el “allí” de la primera frase, no era un lugar concreto, un punto exacto o habitual. No; nada de eso. Aquel piano podía aparecer cada día en un bulevar, una esquina, una plazoleta, un parque, o incluso en una avenida. Nunca emergía dos veces en el mismo sitio. Tal vez sí en la misma ciudad, pero tampoco eso era seguro, pues si hoy (en este mismo momento) el piano arrebata el corazón de unos amantes en un rincón de Varsovia con un nocturno de Chopin, tal vez mañana esté improvisando sobre una sonata de Beethoven en algún parquecito de Bonn, y quizá, dentro de unos días amanezca en Brooklin tocando a cuatro manos con el mismísimo Tom Waits.
Y de ahí la pregunta que más de uno se estará haciendo. Porque tal afán por el infatigable movimiento, tan extraña aversión al arraigo, podría entenderse en la facilidad de desplazamiento que da un violín, una flauta, e incluso un violonchelo. Pero claro, un instrumento como un piano de cola, de cuyo volumen y peso no haría falta dar especificaciones, no es tan fácil de manipular y acarrear. Quiero decir que un piano no puede ir apareciendo y desapareciendo todos los días así como así. Digo yo, que haría falta alguna infraestructura para dejar el piano en tal o cual sitio sin dañar tan delicado instrumento sin arañar el refulgente amarillo de la caja. Es de suponer que, detrás de aquel misterio hubiera un buen camión –aunque de hecho nadie pudiera dar fe de su existencia- o tal vez una grúa, o quizá hasta un helicóptero. Pero un helicóptero hace bastante ruido, un ruido equivalente a mil aspiradoras funcionando al unísono. Sería de esperar que con el estruendo de tales máquinas, algún vecino habría despertado y dado la voz de alarma, si bien no era ese el caso. El caso es que el piano aparecía, así sin más, en plena calle, cuidadosamente colocado, y con pianista incluido. Un pianista que nadie conocía, a pesar de tratarse indiscutiblemente de un virtuoso, de un músico cuyas cualidades iban mucho más allá de la pura solvencia. Aunque a la postre nadie supiera su nombre. Nadie supo jamás de dónde había llegado. Ahora bien; allá por donde pasaba, siempre quedaba la esperanza de que algún día regresara aquella poderosa magia que dejó hechizados de por vida a esos pocos que tuvieron la fortuna de estar o circular por el lugar preciso en el momento adecuado.

jueves, 18 de agosto de 2011

BORGES Y POLLOCK


Durante los primeros compases de este tórrido verano, he dedicado mis breves vacaciones a compaginar la pintura con la escritura. Como pintor nunca he querido violar la blancura del lienzo para terminar perpetrando un homenaje a la fealdad. Tampoco soy gran cosa a la hora de expresar mi estado de ánimo en el color de las paredes, pero el pasillo estaba hecho una porquería y había que darle arreglo. Raspé primero con una espátula todo el gotelé blanco, y luego fui aplicando en cada segmento de pared delimitado entre dos pilares, unos fondos de color mango, verde lirio y rojo intenso. Fue la falta de monetario lo que me impulsó a tomar las brochas y el rulo, y darle un poco de vida al largo pasillo que conduce hacia el salón de mi modesta vivienda. De los resultados no diré nada, pues no me considero quien para juzgar mi propia obra artística, pero en cuanto a la cuestión del procedimiento, hay algo que nunca borraré de mi memoria.
Yo, siempre tan civilizado, apenas tenía papel con el que cubrir los suelos. Eso se debía a mi obsesión por reciclar todo lo reciclable y a una creciente falta de interés en la prensa escrita. ¿Para qué querría leer esas voces teledirigidas? ¿Para desesperarme con las malas noticias sobre la crisis económica que ya sufría en mis propias carnes? Pues no. Conservaba eso sí, algunos suplementos “culturales” –obsérvese que el entrecomillado tiene la facultad de dejar lo que se dice en entredicho- que tuve que usar como alfombra protectora. De esa manera, no hubo más remedio que ver cómo los venerados rostros de Borges, Hemingway o Faulkner, iban cubriéndose de espesos goterones de pintura o polvorientas raspaduras de despreciable gotelé. Aquello no dejaba de tener cierto tinte herético o, cuando menos, iconoclasta, sobre todo cuando, terminada la faena del día, doblaba cuidadosamente los trozos del mediático suplemento y los introducía en la bolsa negra de la basura. Otra cosa es que, en rigor, tendría que haber separado las excrecencias pictóricas por un lado y las periodísticoliterarias por otro. Ahí me duele.
Llegué incluso a pensar que la cara de Borges, salpicada de explosiones multicolor podría pasar por una obra de arte en nuestros días. Me quedé observando aquel perfil tan inexpresivamente expresivo, retratado en blanco y negro, e iluminado por la colorida metralla al temple, y pensé que tal vez Jackson Pollock querría haber firmado mi involuntario opúsculo. Luego descarté tan perversa idea, sobre todo teniendo en cuenta que Pollock tenía preferencia por el espacio inmaculado del lienzo como soporte a sus atractivos salpicones.
Supongo que, teniendo en cuenta la extrema necesidad que conllevaba el caso, Borges tendrá a bien perdonarme la irreverencia.

miércoles, 3 de agosto de 2011

POR QUÉ NO HABRÉ IDO ANTES


Esa es la pregunta que me hice hace relativamente poco, una semana tal vez, mientras contemplaba boquiabierto –casi con la misma cara de memo que bordaba Owen Wilson- como me hablaban de mí mismo.
Empecemos por partes –que dijo Jack el Destripador- el hecho de que la última película estrenada por Allen empiece con una colección de bellísimas imágenes de París –no confundir con un almidonado pase de postales- justo antes de los títulos de crédito sabiamente envueltas en la encantadora música de Sidney Brechet “Si tu vois ma mére”, no significa que yo me dejara llevar por mis recuerdos de París. Tengo que reconocer que en mi único viaje a París fui (o al menos así quiero recordarlo) feliz. Quizá porque tenía la disposición a serlo –también era el caso del protagonista de la película- o tal vez será porque iba con alguien muy importante para mí. Pero el caso es que esta película me tocó por muchas otras razones.
En primer lugar, el protagonista es un escritor al que las circunstancias no le han permitido desarrollarse como novelista. De hecho el personaje de Owen Wilson apenas consigue dirigir sus propios pasos en la vida, sencillamente porque no cree en sí mismo como escritor, y porque su prometida no tiene el menor reparo en airear ante los demás todas esas debilidades humanas del protagonista. Habría que aclarar que, lo que unos consideran defectos, bajo otro punto de vista podrían pasar por excelencias.
En segundo lugar, porque el director-guionista ha elegido el trasfondo de la literatura como subterfugio para deslizar un par de momentos mágicos en su cine. Tal como ya ensayó en “La rosa púrpura del Cairo” Allen dignifica con impecable habilidad esa dialéctica entre realidad y fantasía a la que nunca terminaremos de acostumbrarnos. Soñar es absolutamente necesario para seguir adelante, porque la realidad es áspera, inasequible para muchos y frustrante para demasiados. El personaje de Owen Wilson vive gracias a su particular utopía: si alguna vez hubiera podido elegir su propio destino habría abandonado el banal mundo de Hollywood para instalarse en París. Porque en aquella ciudad se pueden palpar todavía aquellos años estelares en los que entrabas a un café y podías encontrarte a Scott Fitzjerald discutiendo con Hemingway. Hubo un tiempo sublime en que Gertrude Stein abría la puerta de su salón a artistas como Picasso, Miró, Dalí, Djuna Barnes, Buñuel o Man Ray. Un tiempo en el que podías ver bailar a Josephine Baker una canción interpretada por Cole Porter. A veces añoramos cosas que nunca nos ocurrieron. El protagonista hubiera deseado vivir en aquel tiempo de entreguerras y conocer personalmente a sus ídolos literarios y artísticos. Le hubiera encantado charlar con Gertrude Stein y pedirle consejo sobre esa novela que estaba escribiendo. Como a tantos otros, al personaje encargado por Owen Wilson le hubiera entusiasmado hacer realidad sus sueños. Sin embargo, lo que realmente necesitaba era creer en sí mismo; saber que para el escritor no hay más juez que el propio yo. Entender e interpretar la literatura tal y como él la concebía. Dejar atrás esa fase en la que todos los escritores parecen salidos del mismo tintero, y entregarse a la pasión creativa de su propio estilo, su propia voz.
Puede parecer exagerado, pero cuando uno acude al cine y se siente tocado en lo personal por la magia –la verdadera magia y no el discurso embustero y maniqueo del mal llamado cine fantástico- la mente reacciona por su cuenta, haciendo levitar al cuerpo y derramando una lágrima directamente surgida de la emoción intelectual.