jueves, 2 de septiembre de 2021

LA ADVERSIDAD

 

Recuerdo vívidamente, como si hubiera acontecido hace tan solo unos días, la última vez que conversé con el viejo Amador Cienfuegos en aquel frondoso jardín de Vila Verde de Ficalho. El día había empezado a agonizar con la lentitud de los ocasos de verano, cuando abrió una botella de vinho verde y, después de alzar su copa, permaneció reflexionando hasta que acertó a mascullar:

Le diré algo que tal vez no sea de su gusto: La adversidad es un tesoro, un don que todos los seres vivos tienen garantizado y que ha oficiado durante milenios para garantizar nuestra supervivencia. Pasarán los siglos, nacerán y morirán muchas generaciones, perecerán las grandes doctrinas, y el ser humano seguirá rehuyendo esta verdad: nada verdaderamente importante es alcanzado sin que medie una lucha contra la adversidad, entre el anhelo y su consecución. Es imprescindible para la persona que exista el obstáculo, que nos asalten los dilemas para poder resolverlos, para deshacer los nudos que se interponen en nuestro camino.

¿Qué sería de nosotros si la adversidad no nos hubiera espoleado para superarnos? Yo se lo diré: hombre y mujer jamás habrían rebasado la estatura del brezo, el rebelde se habría vuelto dócil como una mula de carga, y todas esas pequeñas conquistas que apenas valoramos y que tanto han supuesto para la humanidad, habrían permanecido en el ámbito de los sueños.

La dignidad de la persona se construye contra el azote de las tempestades y el menosprecio de quienes le rodean. El luchador se alza sobre los que optan por rendirse ante el falaz realismo, porque el buen luchador nunca se doblega, nunca se esconde ante el infortunio, y jamás levanta las manos sin haber agotado hasta su último hálito. 

 

sábado, 17 de julio de 2021

PATERSON

 

Adam Driver es Paterson

Paterson vive en Paterson. No es un juego de palabras ni un verso de Gertrude Stein, sino la base argumental de la película Paterson de Jim Jarmush (2016). Y sí, Paterson es el nombre del protagonista y Paterson es la ciudad de Nueva Jersey donde áquel vive y trabaja conduciendo el autobús de urbano número 23.

La vida de Paterson está marcada por el mismo ritual diario, el mismo camino, los mismos gestos, los mismos recorridos y la misma calma. El argumento de la película de Jarmush podría resumirse en menos de sesenta segundos; todo en el relato sería un ejercicio de insignificancia si no fuera porque la mente de Paterson va componiendo poemas mientras conduce su viejo autobús. Y tampoco eso tendría nada especial, de no ser porque los versos de Paterson convierten lo cotidiano en un soplo de sensibilidad recóndita, lo ordinario en algo digno de ser apreciado, y lo sutil en objeto brillante. La poesía de Paterson no será admirada por muchos, porque no basa su emoción en la belleza sonora de las palabras ni en los arrebatos sentimentales, sino en la evocación de las emociones recónditas a través de las cosas sencillas, algo en lo que ya indagó Georges Perec, genial escritor que fue despreciado por quienes no entendieron su fijación por lo aparentemente elemental, por aquello que está ahí todos los días y cuya importancia nos pasa desapercibida precisamente por eso, porque lo percibimos continuamente -al igual que sucede con el acorde que emiten los planetas- y porque nuestros sentidos se acostumbran al estímulo quedando imposibilitados para darle acceso a nuestra sensibilidad.

Paterson ama y es amado por la encantadora mujer con la que vive. De esta manera, lo ordinario se convierte en extraordinario. Sin aspavientos ni exhibiciones románticas, la ternura es vivida con una serenidad envidiable. De nuevo hay algo insólito en lo cotidiano. 

Viajar con el flemático Paterson (en realidad tiene un cuajo que se lo pisa) por una mediocre ciudad de Nueva Jersey, podría parecer a priori una invitación al tedio, una contemplación de lo anodino. ¿Quién querría visitar Paterson teniendo al pocos kilómetros los fálicos cimborrios de Manhattan? Tal vez un (excepcional) turista japonés, un ser humano que respira la poesía de William Carlos Williams y que prefiere la experiencia interior al fatuo espectáculo de la grandilocuencia. 

Quizá, si por un momento dejáramos de contemplar la superficie del mar y nos zambulléramos para bucear en su interior, llegaríamos a entender el verdadero valor de lo insignificante. 

miércoles, 2 de junio de 2021

LA HORA INFAME

 De mis lejanos años de universitario recuerdo vívidamente aquel día en que un profesor de Historia del Arte nos invitó a cambiar el señalamiento de un examen que había sido fijado a las tres de la tarde porque, según afirmó, aquella era "una hora infame". Nadie protestó y todos accedimos al cambio de hora. 

Sin haberlo pensado, aquel rechoncho profesor, nos dio una lección de lo que debería ser el objetivo primario de toda obra literaria. Quiero decir que la intención del docente no era otra que defender su sagrada hora de la siesta, aunque dejó a nuestro entendimiento que, después de comer, uno no está para exámenes finales, y mucho menos en pleno julio. 

La literatura no siempre se maneja en las referencias directas, sino más bien en las vivencias y en el significado que el lector pueda dar a las acciones. Los personajes, sobre todo en el terreno dramático, no siempre deberían ser narrados, de manera que se definen por sus acciones y por sus opiniones. 

Eso no descarta a la reflexión que, tanto los personajes como el narrador, en el caso del relato, puedan realizar como respuesta a la acción. El personaje puede y debe dudar sobre sus decisiones, como hacía Hamlet en sus conocidos monólogos, o como reflexionaba Virginia Woolf en torno a la identidad sexual en su Orlando. La novela, como definió Vila Matas, es un espacio para el pensamiento, un cajón de sastre donde podrían caber muchas cosas, y entre ellas el riesgo. Porque la novela, a diferencia del relato breve, posee la maldición de carecer del acceso a la perfección

Los personajes de Thomas Mann, reflexionan en sus conversaciones sobre los asuntos que conciernen a la condición humana, y sin embargo no concluyen en axiomas, pues toda conversación dramática que se precie, es una oportunidad para el ejercicio de la dialéctica. Y sin embargo, toda la inacción (porque de eso se trataba) de Hans Castorp en La Montaña Mágica, deviene en el discurso esencial de la novela: el puro arraigo a la existencia a pesar de que lo que vivimos es fugaz y finito.

Por más que ahora veamos algo premonitorio en La peste de Camus, el discurso del genial autor francés, iba más allá de los virus malignos que desde siempre asedian a la humanidad. O tal vez sí, tal vez se refería a ese otro virus que es el de los totalitarismos que, lejos de haber sido vencidos en las últimas guerras mundiales, seguirá siempre latente, esperando su oportunidad para regresar. No hay más que ver los discursos que se han colado en nuestros modernos parlamentos occidentales, amparados en nuestra sagrada libertad de expresión, para dejar a las claras que, lo primero que harían, llegados al poder, sería suprimir esas libertades que tanto les molestan.