jueves, 25 de mayo de 2023

EL TIEMPO DE LAS TINIEBLAS


Cuando una librería cierra, una galaxia entera pierde parte de su luz. No se trata tan solo de una mala noticia; es la señal inequívoca de que toda la sociedad ha fracasado. Hemos naufragado en las escuelas, en los parlamentos, en los informativos, en los foros económicos, en la familia y, sobre todo, en nuestros valores.

Cuando una librería -una pequeña, encantadora, modesta y mágica librería- desmonta sus anaqueles y cierra los candados, todos nosotros, los que aún creemos en la posibilidad de salvar al ser humano, todos los que vivimos aferrados a la convicción de que la vida no basta por sí sola, de que es quimérico alcanzar la plenitud al margen de las letras impresas; todos nosotros, digo, perdemos buena parte de nuestra biografía, todos nos hundimos un poco más en el fango de la mediocridad.

Hemos sido capaces de entronizar el obsceno espectáculo de lo banal, el morboso interés por la miseria ajena, el narcisismo ridículo, el parasitismo insolente, la compulsión por lo novedoso, la insaciable codicia, y sin embargo, hemos proscrito nuestra capacidad de imaginar.

Cuesta trabajo entender que estemos renunciando a ese espacio donde todavía es posible la libertad, para entregarnos voluntariamente al yugo de un diminuto dispositivo de propagar bulos y ansiedad, para convertirnos en hojas de hierba arrastradas por un vendaval de discursos vacuos.

Entrar en una librería, acariciar esos pequeños islotes de sensibilidad, saborear la belleza de unas palabras capaces de elevarnos muy por encima de nuestra finitud, es arriesgarse a perder la gravedad, es sumergirse en el corazón del universo sin ninguna garantía de regresar a lo que fuimos.

El olor de las páginas de un viejo libro despierta al niño soñador que alguna vez abandonamos para dejarnos llevar por el apego a lo insustancial.

Una puerta no se cierra por sí misma: somos nosotros, ciegos de ignorancia, quienes nos encerramos en el angosto espacio de lo inmediato. Lo triste, lo verdaderamente triste, es que no hemos reparado en que esa puerta que hemos cerrado era antes un puente hacia lo insólito.


Quien vive solo de lo tangible, renuncia a la posibilidad de lo imposible.