Les
anuncio que mi capacidad de síntesis va a quedar en entredicho, dado
que acabo de zamparme las mil trescientas páginas del volumen que
reúne todas las obras incluidas en el ciclo de Los libros de
TERRAMAR de Ursula K. Le Guin, y que suma la friolera de seis
novelas, varios relatos, y una conferencia de la autora, todo ello
precedido de un prólogo, también firmado por la propia Le Guin.
Tengo que aclarar, para aquellos que no se hayan sumergido en la obra
de la escritora norteamericana, que esta ingente producción de
género fantástico, ha sido una excepción en la literatura que
domina la producción de la autora de LOS DESPOSEÍDOS, y que
no es otro que el género de Ciencia Ficción o Ficción
Especulativa.
La
editorial Minotauro ha presentado las traducciones al español en un
lujoso volumen de pasta dura y magníficas ilustraciones que, en
rigor, debería venir acompañado de un atril. En dicho volumen el
lector será testigo de una evolución por parte de la autora, tanto
en la calidad de la narración como en el compromiso, en lo
referente al género fantástico y en las cuestiones que atañen
al papel de la mujer en la literatura.
Ahora
bien, en lo concerniente a esa evolución de la calidad narrativa he
de decir que el trabajo de los diferentes traductores que intervienen
en la edición, ha resultado algo irregular. Es precisamente en las
novelas cronológicamente más avanzadas cuando se observan más
deslices en las traducciones, donde un lector empieza a echar de
menos la eficacia de un español deslocalizado, en
el que la mano del traductor
no deje huella sobre
su origen.
Traducciones
más complejas, por estar plagadas de juegos de palabras y
expresiones coloquiales, como la desopilante novelita de Georges
Perec ¿QUÉ PEQUEÑO
CICLOMOTOR DE MANILLAR CROMADO AL FONDO DEL PATIO?
(Quel
petit vélo à guidon chromé au fond de la cour?
) que releí hace unos días
vertido magníficamente al español por Marisol Arbués y Hermes
Burrel, con revisión estilística de Jose Cibeira, Juan Gabriel
López Guix y con expresos agradecimientos a un pequeño
ejército de voluntariosos colaboradores, han
dado eficaces resultados. El
trabajo en equipo valió su peso en oro y la versión española es un
alarde de ingenio, conocimiento y
talento.
Ya
en el arranque de la novela queda planteado cómo va desarrollarse
el resto de la obra: “Había un tío, lo llamaban
Karamanlis, o algo así: ¿Karatoro?¿Karavaca?¿Karagüevo? Bueno,
Karaalgo. En todo caso, no era un nombre cualquiera, era de esos que
se te quedan, que no olvidas así como así”
El
argumento, como suele suceder en las grandes obras literarias, es
fácil de resumir: el tal Karaloquesea está cumpliendo con el
servicio militar (vive la France) en un momento en que acaba
de iniciarse la guerra de independencia de Argelia, y obviamente no le hace la menor gracia lo de irse a palmarla a un lugar en el que no se le ha
perdido nada. Karaplasma pide ayuda a un cabo
primero, de nombre Henri Pollak, que a su vez consulta con sus
colegas, un extravagante grupo de culturetas parisinos de
heterogéneas inclinaciones políticas, que debaten sobre la
posibilidad de fracturarle el antebrazo al tal Karacosa para
así evitar tragedias mayores. A partir de ese momento, la narración
transcurre entre el hilarante absurdo y el drama existencialista,
hasta el punto en que el avezado lector (si lo hubiere) debería
plantearse si no se estará descojonando ante el infortunio de un
pobre desgraciado.
El
matiz antibelicista queda velado por el humor estrafalario del
inmenso (inmensamente desconocido) Georges Perec, si bien sigue
subyaciendo en medio de la caótica situación que crean los
personajes, tratando de escaquear a Karacorum del mayor
absurdo de la humanidad.
Buceando
en esa colección de descalabros de nuestra anticultura, descubrí
que la versión de Marisol Arbués y Hermes Burrel se encuentra en
estos momentos descatalogada, si bien uno puede agarrarse como clavo
ardiendo a la traducción de Pablo Fante, que no desmerece en
absoluto, y que recurre a soluciones originales frente a la
problemática de un texto que no da facilidades a los traductores,
como la definición del ciclomotor de Henri Pollak como “escupidor
velocípedo de turbina y suspensión hidráulica”
El
oficio de la traducción, lejos de suponer una traición, como reza
un rancio dicho italiano, constituye una de las tareas más
meritorias que conozco. Gracias a las magistrales versiones de
autores cuyo idioma desconocemos, podemos aproximarnos a obras
literarias que habrían pasado desapercibidas de no ser porque hay
profesionales capaces de rizar el rizo, sin dejar de respetar el espíritu de la
creación original. Un lector, curioso y hambriento de vivencias
ajenas, no tiene que aprender japonés para gozar con la prosa de
Mishima, ni hacerse experto en lenguas eslavas para comprender lo que
nos quisieron decir Czapek, Bulgákov o Gógol. La supervivencia de
la literatura depende de muchos factores, y uno de ellos es que existen traducciones que vierten al idioma de
lectores locales textos creados en lugares lejanos, con todas las
dificultades que pueden llevar implícitas las enormes diferencias
culturales de cada uso idiomático.