miércoles, 9 de marzo de 2022

EL NOBLE OFICIO DEL TRADUCTOR

 

Les anuncio que mi capacidad de síntesis va a quedar en entredicho, dado que acabo de zamparme las mil trescientas páginas del volumen que reúne todas las obras incluidas en el ciclo de Los libros de TERRAMAR de Ursula K. Le Guin, y que suma la friolera de seis novelas, varios relatos, y una conferencia de la autora, todo ello precedido de un prólogo, también firmado por la propia Le Guin. Tengo que aclarar, para aquellos que no se hayan sumergido en la obra de la escritora norteamericana, que esta ingente producción de género fantástico, ha sido una excepción en la literatura que domina la producción de la autora de LOS DESPOSEÍDOS, y que no es otro que el género de Ciencia Ficción o Ficción Especulativa.

La editorial Minotauro ha presentado las traducciones al español en un lujoso volumen de pasta dura y magníficas ilustraciones que, en rigor, debería venir acompañado de un atril. En dicho volumen el lector será testigo de una evolución por parte de la autora, tanto en la calidad de la narración como en el compromiso, en lo referente al género fantástico y en las cuestiones que atañen al papel de la mujer en la literatura.

Ahora bien, en lo concerniente a esa evolución de la calidad narrativa he de decir que el trabajo de los diferentes traductores que intervienen en la edición, ha resultado algo irregular. Es precisamente en las novelas cronológicamente más avanzadas cuando se observan más deslices en las traducciones, donde un lector empieza a echar de menos la eficacia de un español deslocalizado, en el que la mano del traductor no deje huella sobre su origen.

Traducciones más complejas, por estar plagadas de juegos de palabras y expresiones coloquiales, como la desopilante novelita de Georges Perec ¿QUÉ PEQUEÑO CICLOMOTOR DE MANILLAR CROMADO AL FONDO DEL PATIO? (Quel petit vélo à guidon chromé au fond de la cour? ) que releí hace unos días vertido magníficamente al español por Marisol Arbués y Hermes Burrel, con revisión estilística de Jose Cibeira, Juan Gabriel López Guix y con expresos agradecimientos a un pequeño ejército de voluntariosos colaboradores, han dado eficaces resultados. El trabajo en equipo valió su peso en oro y la versión española es un alarde de ingenio, conocimiento y talento.

Ya en el arranque de la novela queda planteado cómo va desarrollarse el resto de la obra: “Había un tío, lo llamaban Karamanlis, o algo así: ¿Karatoro?¿Karavaca?¿Karagüevo? Bueno, Karaalgo. En todo caso, no era un nombre cualquiera, era de esos que se te quedan, que no olvidas así como así”

El argumento, como suele suceder en las grandes obras literarias, es fácil de resumir: el tal Karaloquesea está cumpliendo con el servicio militar (vive la France) en un momento en que acaba de iniciarse la guerra de independencia de Argelia, y obviamente no le hace la menor gracia lo de irse a palmarla a un lugar en el que no se le ha perdido nada. Karaplasma pide ayuda a un cabo primero, de nombre Henri Pollak, que a su vez consulta con sus colegas, un extravagante grupo de culturetas parisinos de heterogéneas inclinaciones políticas, que debaten sobre la posibilidad de fracturarle el antebrazo al tal Karacosa para así evitar tragedias mayores. A partir de ese momento, la narración transcurre entre el hilarante absurdo y el drama existencialista, hasta el punto en que el avezado lector (si lo hubiere) debería plantearse si no se estará descojonando ante el infortunio de un pobre desgraciado.

El matiz antibelicista queda velado por el humor estrafalario del inmenso (inmensamente desconocido) Georges Perec, si bien sigue subyaciendo en medio de la caótica situación que crean los personajes, tratando de escaquear a Karacorum del mayor absurdo de la humanidad.

Buceando en esa colección de descalabros de nuestra anticultura, descubrí que la versión de Marisol Arbués y Hermes Burrel se encuentra en estos momentos descatalogada, si bien uno puede agarrarse como clavo ardiendo a la traducción de Pablo Fante, que no desmerece en absoluto, y que recurre a soluciones originales frente a la problemática de un texto que no da facilidades a los traductores, como la definición del ciclomotor de Henri Pollak como “escupidor velocípedo de turbina y suspensión hidráulica”

El oficio de la traducción, lejos de suponer una traición, como reza un rancio dicho italiano, constituye una de las tareas más meritorias que conozco. Gracias a las magistrales versiones de autores cuyo idioma desconocemos, podemos aproximarnos a obras literarias que habrían pasado desapercibidas de no ser porque hay profesionales capaces de rizar el rizo, sin dejar de respetar el espíritu de la creación original. Un lector, curioso y hambriento de vivencias ajenas, no tiene que aprender japonés para gozar con la prosa de Mishima, ni hacerse experto en lenguas eslavas para comprender lo que nos quisieron decir Czapek, Bulgákov o Gógol. La supervivencia de la literatura depende de muchos factores, y uno de ellos es que existen traducciones que vierten al idioma de lectores locales textos creados en lugares lejanos, con todas las dificultades que pueden llevar implícitas las enormes diferencias culturales de cada uso idiomático.