sábado, 3 de abril de 2010

DIARIOS DE CABEZA DE PERRO

UN BUEN MATERIAL

Ese es el primer pensamiento, la primera idea que se me viene a la mente cuando estoy sumergido en las páginas de este libro “La soledad de los números primos” de Paolo Giordano. Y lo es por razones, a mi parecer, bastante obvias. La idea de construir una novela por medio de dos historias paralelas que se cruzan y se alejan, se unen y se bifurcan como senderos que recorren praderas y colinas, montañas y cauces, es cuando menos una estrategia bien planteada. El planteamiento que sustenta los hechos no deja de parecerme un acierto, sobre todo cuando se adivina una firmeza en aquellos requiebros temporales, ese tipo de juegos que eluden la narración lineal –del pasado al futuro- que resultan algo más que efectivos para evitar que la dinámica tradicional adormezca la lectura y la convierta en algo previsible. Algo tan encomiable como la capacidad de crear personajes imperfectos, cuyos errores no solo humanizan al sujeto imaginario sino que además, sirve como motor de desarrollo para el verdadero sentido de la novela: la continua e inexorable frustración del destino.
Ahora bien, he aquí, en el manejo de estos caminos sinuosos que discurren de forma irregular e incluso zigzagueante, donde la mano del autor ha sido mordida por su propia inexperiencia. Con un material impecable, con unas ideas aparentemente claras, el escritor deja pasar la oportunidad de colarse en el espíritu de sus dos protagonistas. En este caso nada es producto del azar. La ocasión se desperdicia por un error muy simple, aunque bastante esclarecedor: Giordano opta voluntariamente por narrar en tercera persona, por intentar adentrarse en cada uno de los sujetos partiendo desde una imposible objetividad. Y he aquí que un joven y talentoso novelista –seguramente llamado al éxito editorial- culmina verdaderos alardes de descriptividad que, incluso pareciendo asombrosos, se recrean en las sensaciones físicas, y que, en algunos casos llegan a pesar hasta el punto de difuminar la tensión narrativa. Así, resulta perturbador que en medio de esas galas descriptivas de gestos y sensaciones, de amaneceres y relaciones sociales, ha quedado en el tintero el amplio y profundo universo de los sentimientos y las razones. La intensidad narrativa nada tiene que ver con el argumento. Pero la trama no es aquí lo esencial, no es esa la razón que mueve al escritor, no a este escritor en concreto. Se trataba de jugar con los hechos y conducir la lectura con sabiduría y elegancia, manipular la inteligencia del sujeto pasivo y establecer una complicidad, un juego de intenciones e intereses. El autor sabe que el argumento es un material de base –lo sabe perfectamente, eso es indiscutible- que sólo se puede concluir con acierto por medio del cómo y no del qué. Argumentos hay unos cuantos, no tantos como algunos se imaginan, por eso, para que la construcción empiece a dar resultados, existe una combinatoria probablemente infinita y una sabiduría absolutamente necesaria para colocar las piezas con acierto. Una combinatoria, no sólo de palabras y hechos, sino esencialmente de ideas.
La elección del autor por el campo de los amores difíciles –o tal vez imposibles- no deja de ser un acierto. Se le anticiparon otros autores, muchos, y algunos con mayor pericia, cosa que suele suceder muy a menudo. Si se me permite la licencia extraliteraria, no he podido evitar sentirme invadido por el recuerdo de aquella maravilla cinematográfica, “Deseando amar” de Wong Kar- Wai, en la que los personajes principales no albergan la menor duda de sus sentimientos, pero son insistentemente incapaces de hacerlos realidad. Nadie que haya paladeado esa cinta plena de limpieza y originalmente estética, sería capaz de discutir sobre el asombroso estilo de su autor. Nadie (afortunados los sentidos que la gozaron) quedó indiferente después de vivir ese sublime momento.
Y sin embargo, sigo creyendo –siempre bajo la sombra de una duda razonable- que el autor ha sabido elucubrar un buen material y ha trabajado en él con absoluta fe en sí mismo. A mi modo de ver, esa fe en sí mismo, es la razón por la cual el material se ha quedado en eso, y no en un verdadero logro. Supongamos que, una vez terminado el manuscrito en la forma y extensión que ahora se publica, el autor hubiera sentido esa duda necesaria que ha de sentir un escritor cuando acaba de iniciar su andadura. Supongamos que, en lugar de haber remitido una copia a tal certamen o a tal editorial, hubiera tenido la suficiente lucidez de guardarlo en un cajón y dejar pasar los años; años de lectura y escritura, años de experiencia a fin de cuentas. Puede, tal vez, quizá, probablemente, aunque nada es seguro, que ese otro Giordano con unos años más de vida y vivencias, hubiera abierto el hipotético cajón, releído el manuscrito y comprendido que con ese mismo material todavía se podría conseguir una novela redonda. Ahora comprendería que en el campo de la narración extensa, lo de la perfección es sólo un mito, pero tal vez, probablemente, quizá, por qué no, habría llegado a comprender esas palabras de Beckett. “Todo de antes, Nada más jamás. Jamás probar. Jamás Fracasar: Da igual. Prueba otra vez, Fracasa otra vez. FRACASA MEJOR”. Y entonces, como poseído por una fuerza interior, segura y escéptica al unísono, habría retomado aquel borrador y lo habría convertido en una novela plena de sentimientos, pensamientos e ideas.
Claro que eso es sólo una conjetura.