lunes, 29 de junio de 2020

(NUESTRA) CLASE POLÍTICA


Hace pocos días se nos quedaba cara de idiota con la (¿sorprendente?) decisión de nuestro inefable gobierno autonómico de permitir la edificación de un hotel de cuatro estrellas con treinta habitaciones en las inmediaciones de la Bahía de los Genoveses. El Cabo de Gata lleva decenios soportando la presión de la codicia y la insensatez de nuestra clase política. Y digo "nuestra" porque soy consciente de que existen países donde los políticos son respetados por los ciudadanos a quienes sirven. La razón no es otra que la de supeditar el ejercicio del poder al hondo principio del servicio público.
En nuestro país la democracia se sustenta sobre una legión de profesionales de la arbitrariedad (a los hechos me remito) que aprovechan la menor ocasión para recortar salarios (los suyos no) y potenciar la evasión fiscal, sobre todo en el caso de las grandes fortunas. Y ahí es donde me chirrían las entendederas, pues por un lado veo enarbolar banderas patrias a los mismos que, por otro lado, mantienen sus cuentas en paraísos fiscales o se esconden en sospechosas sociedades para contribuir con lo mínimo.
Miguel Maura, católico y de derechas, señaló en los años treinta la existencia de una derecha cavernaria, nostálgica de tiempos pretéritos de feudalismo y delirantes privilegios, que hoy vuelve a resurgir al son de soflamas aporafóbicas, amor patrio y desprecio por la otredad. Por otra parte ha surgido otra izquierda hipócrita de dedo acusador, que habla de castas mientras se agencia un buen chalé a las primeras de cambio.
No voy a olvidar las honrosas excepciones que constituyen los muchos políticos locales de municipios pequeños que entregan su tiempo sin percibir sueldo alguno, o percibiendo una paga simbólica. Quiero creer que entre la maleza siempre habrá personas de entereza ética, como las hubo en un pasado no tan remoto. Hoy, cuando las cuadrillas sindicalistas han cambiado el canto de "a las barricadas" por "a las mariscadas" no olvido que un tal Marcelino Camacho se pasó buena parte de su vida en la cárcel por defender unos principios que en nuestros días son básicos, aunque no siempre respetados. Camacho vivió hasta sus últimos días en un piso de protección oficial, exento de lujos y en la más pura coherencia.
Tuvimos buenos políticos en el pasado. Esquilache con Carlos III o Azaña durante la II República. A uno lo echamos de España a pedradas y a otro a cañonazos. Luego, la historia oficial se ocupó de cubrir su recuerdo con varias capas de mentiras.
En los albores del estado de derecho, el buen Enrique Tierno Galván tuvo el desliz de afirmar que las promesas electorales están para incumplirlas. Craso error: tal afirmación es hoy ley y protocolo de todos los partidos políticos, de nuevo salvando raras excepciones.
Cierto que nuestros políticos son el reflejo de una sociedad carente de moral, sentido del civismo, y conciencia social. Somos súbditos en sentido estricto y no ciudadanos. Quiero recordar que, en estos momentos, decenas de miles de desalmados abandonan a esos mismos perros que les han dado la posibilidad de pasear durante el llamado confinamiento. Pero eso se ha podido cambiar en cuarenta años de democracia, potenciando la educación y el respeto a los valores eternos, como ha sucedido en Finlandia. Por supuesto, eso no les convenía a los de arriba, porque unos ciudadanos con criterio, con conocimiento crítico de la Historia y con ideas en lugar de ideologías, son mucho más difíciles de embaucar con las paparruchas infantiles de campañita electoral.
Hace unos años, un periódico local publicaba el resumen de los programas electorales de los tres candidatos a alcalde de la ciudad donde vivo. Uno prometía la olimpiada de invierno, mientras el segundo garantizaba una exposición universal, y la tercera entendía que la ciudad necesitaba mayor participación ciudadana. Por supuesto los dos primeros proyectos eran caramelos para ilusos, entre otras cosas porque nunca estuvo en manos de los candidatos la posibilidad de realizarlos, pero también encerraban una trastienda para la voracidad de los especuladores.
La tercera candidata -la única mujer en liza- estaba pidiendo el compromiso de los ciudadanos, y los ciudadanos (súbditos) no tenían ganas de meterse en camisas de once varas, además de que aquello empezaba a oler a república -res pública, la cosa pública- ese sistema donde todos somos estado y el estado está al servicio de todos.
Por supuesto, el sillón de la alcaldía fue para el candidato olímpico y, también por supuesto, no hubo olimpiadas, sino un patético sucedáneo que no tuvo mayor repercusión.
Tengo por seguro que si el estado cumpliera con su deber de proporcionar una educación de calidad, esto se traduciría en una conciencia social de compromiso, en un arrinconamiento del sexismo, en mayor desarrollo de la investigación científica, en una sanidad pública de referencia, en una cultura libre de intervencionismos, y en definitiva en la sensibilización del individuo hacia el respeto y el diálogo, porque eso es la democracia: poder resolver las diferencias por medio del diálogo.

El Cabo de Gata es mágico por muchas razones: porque está desnudo, porque no tiene chiringuitos a pie de playa, porque el agua es transparente y aún pueden verse posidonias en el fondo, porque es obra de la naturaleza y, sobre todo, porque la clase política no ha conseguido destruir su esencia... al menos por el momento.