miércoles, 12 de junio de 2024

SINFONÍA DEL FRACASO


 Los que veneramos la prosa de Luis Landero, nos sentimos siempre de enhorabuena cada vez que el escritor de Alburquerque publica una de sus nuevas novelas. En La última función (Tusquets 2024) el autor de El huerto de Emerson y Juegos de la edad tardía, nos hace vivir magistralmente en las vidas de unos personajes nacidos para el arte y, por ende, expuestos al fracaso. En el arte, al igual que en los Juegos Olímpicos, muchos son los llamados y pocos los elegidos. Esto que parece un tópico, es el pan de cada día de la mayor parte de los que deciden enfocar su existencia en pos de un sueño artístico.

Tito y Paula -los ejes centrales de la narración- recorren senderos diferentes, uno en el empeño de ser actor y otra en la constante de vivir una vida equivocada. Quizá a ambos les une una relación marcadamente edípica con la figura paterna, un camino vital tachonado de fracasos, y puede incluso que el deseo de encontrarse a sí mismos en los ojos del otro. De ellos nacen otros tantos secundarios que, al modo de Galdós, son asombrosamente definidos por la implacable pluma del autor.  La descripción de Blas -pareja de Paula- arquetipo del  emprendedor visionario que finalmente no emprende nada, nutrida de lenguaje dramático, o tal vez tragicómico, conduce al lector a un estado de complicidad con el autor que, finalmente, se torna cervantina al solaparse con la entrada del personaje de Amalia -amante de Tito- devoradora de manjares y hombres en el mismo contexto, momento en el que uno tiene que sonreírse inevitablemente, ante la originalidad del cuadro erótico-gulesco. 

Los sueños de triunfo, casi siempre acaban en pequeños o grandes fracasos (es lo que tiene la cultura del éxito) pero generalmente conllevan un algo implícito, como la posibilidad de cambiar nuestras vidas, como cambia la de los protagonistas, aunque se sustente sobre la inutilidad de toda acción que implique evitar lo inevitable. 

En este sentido, creo que la novela de Landero, oculta una mirada optimista en medio del pesimismo de lo que llamamos la España Vaciada, al retratar a tantos seres que siguen defendiendo la subsistencia de sus pueblos por medio del activismo cultural. Aunque este tipo de actos pudiera parecer efímero, e incluso subrayado por la ingenuidad, siempre implicaría la posibilidad de dar sentido a la existencia de sus protagonistas.

lunes, 19 de febrero de 2024

DE TANTO MIRARNOS AL OMBLIGO

 

Con el paso de los años me he ido volviendo imperdonablemente refractario a sumergirme en eso que hoy llaman poesía contemporánea. Parto de la convicción de que no todo lo que se denomina así es, en rigor, verdadera poesía. No creo que merezca la pena entrar en consideraciones más allá de mi propio criterio que es, por definición, un criterio subjetivo.

Lamento reconocer que me resultan terriblemente indigestas esas verborreas de infantes bien alimentados aunque privados del derecho a una verdadera educación, que se debaten entre el ñoño lamento y el cursilirismo, siempre ocupado en el YO más feble, en el sufrimiento del que lo tiene todo y todavía no se ha enterado de nada. Es el signo de los tiempos; la psicología contemporánea (nada más ajeno a la ciencia) pone el YO por encima de cualquier otra prioridad. Entre libros de autoayuda y terapias de dudosa eficacia, tenemos grabadas a fuego las máximas que solucionan buena parte de nuestros conflictos: quiérete mucho, trabaja tu autoestima, tú eres lo primero... y, en fin, ese tipo de consejos que no son, ni más ni menos, que lo que el paciente espera escuchar.

Lejos de culpar a Shopenhauer, no es descabellado inferir que esta concatenación de mantras, proviene de una malentendida mecánica de origen oriental destinada a alcanzar la felicidad como estado, dejando de lado aspiraciones tan sencillas como la asequible posibilidad de sentirse a gusto, y que ha devenido en obsesión al ser adoptada por una sociedad (la nuestra) éticamente voluble y aburguesada.

Millones de seres humanos se entregan al yoga, al taichí, o al mindfulness; panaceas del bienestar, fantásticos curalotodo que, obviamente, no curan absolutamente nada, pero sugestionan de maravilla. Y todo ello para acabar comprendiendo que la cuestión radica en distinguir lo que es verdaderamente necesario y lo que, a todas luces, sería perfectamente prescindible.

De tanto mirarnos al ombligo hemos perdido la capacidad de ver.

Tal vez, un buen chapuzón en las adversidades ajenas nos podrían a todos en situación de comprender que no es tan mala vida la que, por lo menos a buena parte de los occidentales, nos ha tocado vivir. Nos bastaría con saber ponernos en los zapatos ajenos para saber que buena parte de nuestros males son puramente imaginarios.

Seguramente no hubiera perorado todo lo anterior si antes no hubiera tenido la enorme dicha de abrir un libro de poemas, un pequeño, discreto, elegante y humilde libro que una escritora de extraordinaria madurez reflexiva y mesurada elegancia ha dedicado nada más y nada menos que a la otredad. La sobriedad con que María Ángeles Barrionuevo desvela a esos otros, a aquellos que no han nacido en la tierra de la abundancia, a los que tienen que jugarse la vida (y tantas veces la pierden) para aspirar a un porvenir medianamente digno, ha tenido la capacidad de tocarme la moral desde los primeros versos.

Al mar se han ido/ todas las almas/ todos esos cuerpos/ a alimentar los peces/ a volver plateadas sus manos/ Con sus nombres han trenzado collares/ ávidas sirenas/ Dembe, Sikhou, Nesta... / Al mar se han ido.


Así de sencillo y así de complejo: unas pocas palabras y toda esa mezquindad con que defendemos las migajas de nuestro pastel, choca directamente con toda idea de justicia.

Siendo una excepción el amor palmario al prójimo, al diferente, al extranjero; me atrevería a afirmar que ese difícil equilibrio entre la auténtica tragedia y la sutil belleza de las palabras, logra aquí, en el poemario NÓMADAS (Ed. Olé Libros 2024) la emoción que da sentido al hecho poético, la vibración de esa verdad que debería cubrirnos de vergüenza, y que observamos con desdeñosa indiferencia, cuando no con odio miserable.

Ojalá me equivoque, pero auguro que NÓMADAS, no será un superventas, y precisamente porque señala con dedo acusador nuestros más tristes pecados: la inmarcesible codicia y su hija bastarda; la pertenencia.

Hemos recortado con cuidado/ con tijeras cruelmente afiladas/ la hermosa piel de la Tierra/ Tatuado fronteras, organizado nominaciones/ como si fuese nuestra (…) delineado con pasmosa exactitud/ todo lo que nos hace diferentes/ Hundimos puentes, levantamos vallas/ clausuramos con empeño el Paraíso/ Pusimos en sus puertas la espada llameante.

Fue Albert Einstein quien, en una carta que dirigió a Sigmund Freud afirmó que "el nacionalismo es el sarampión de la humanidad. Una enfermedad infantil". Algo tan perverso como la obligatoriedad de llevar un pasaporte para viajar, era impensable hasta la Primera Guerra mundial que, curiosamente, fue el momento en que la exaltación nacionalista condujo a la muerte a más de diez millones de seres humanos, y al descalabro social a todo un continente.

Ciertamente, la mayoría de los que habitamos en el Hemisferio Norte, no veremos en primera persona cómo el hambre consume a nuestros propios hijos, no tendremos que subirnos a un débil cascarón para atravesar un mar que, a día de hoy, es el mayor cementerio del Planeta Tierra, y no tendremos que recoger hortalizas en un invernadero a cincuenta grados centígrados. La mayoría de nosotros no tendrá que cargar con el irracional sambenito de ser el enemigo de la civilización occidental.

Es una suerte que todavía existan sensibilidades que construyan materiales tan delicados como unos poemas, donde el ritmo, la musicalidad, el sabor de las palabras y la belleza estética, se supediten a esa extraña criatura que es el amor al prójimo. Una gota en el océano, sí, pero al fin y al cabo una gota perfumada con la lucidez de quien demuestra que la dignidad humana empieza justamente en nuestros semejantes.


viernes, 19 de enero de 2024

DOÑA HORTENSIA

 

A sus provectos noventa y nueve añitos, eso sí, con un cutis impecable y una beatífica sonrisa dibujada en las comisuras, doña Hortensia vio cumplido su fervoroso deseo de no llegar a los cien. Quedó ella plácidamente dormida, con el Cándido de Voltaire entre las manos, mientras sonaba Autumn Leaves en la radio, y en el aire flotaba un envolvente perfume de magnolias que se colaba por su balcón desde el jardín de los vecinos.

Ni una sola arruga enmarcaba sus ojos marinos, ni un solo pliegue llegó a surcar su sedosa frente, y ello sin haber pasado jamás por las manos del codicioso cirujano, sin haber recibido ni un solo pinchazo de sintético botulismo.

Ante el estupor de los dermatólogos y la curiosidad de las vecinas, doña Hortensia alegaba que llevaba más de ochenta años sin experimentar el menor enfado y que, la última vez que fue poseída por un berrinche, supo atender a las sabias palabras de su abuela, quien le apremió a superar la irritación recordándole que cada rabieta a la que se entregase provocaría una arruga más en su angelical semblante.

Dicho y hecho; la pequeña y dulce Hortensita decidió que, en adelante, no encontraría ningún motivo para el enfado y que nada, ni el peor de los demonios, conseguiría turbar su ánimo.

Y bien que lo consiguió.

Reconozcamos que, motivos para cabrearse, hay incontables, si bien es cierto que la simpar Hortensia aprendió a valorarlos en su justa medida, esto es: ninguna; ni la menor.

Si fue o no feliz a lo largo de su generosa existencia es cosa baladí, pues el ser humano es hijo del instante, y el instante (efímero por definición) puede tener de todo menos duración. Si el éxtasis amoroso durase lo mismo que una sinfonía de Bruckner, dejaría de llamarse éxtasis. Digamos que, allí sentada con su amado Voltaire, en su poltrona favorita, o paseando en bicicleta, o llevando de la mano a sus nietos, e incluso resolviendo un pertinaz crucigrama, ella supo entender la importancia de eso que llamamos estar a gusto, y nunca dejó de ser consciente de que, más arriba de los plomizos nubarrones que ocultan la luz del sol, despunta un azul tan insondable como lo fueron las pupilas de doña Hortensia.


domingo, 24 de septiembre de 2023

MARIO Y LISETTA

Andrea Camilleri
 

Lo que aparentaba ser el sueño eterno de dos amantes, va a verse interrumpido por la insaciable curiosidad del comisario Montalbano. Los amantes Mario y Lisseta, asesinados durante la segunda guerra mundial, despiertan ahora llamando a la conciencia de quien les ha encontrado. Han pasado más de cincuenta años y, a pesar de la bruma del olvido, aparece alguien que tiene preguntas cuyas respuestas poseen vocación de imposibles.

El perro de terracota es una novela más entre las muchas que Camilleri dedicó al personaje del comisario Montalbano, un tipo de carácter insufrible, celoso, despótico, obsesivo, glotón, maniático, estricto en el método y heterodoxo en las estrategias, que a su vez no tiene más remedio que soportar las ínfulas de jefes estúpidos, políticos rancios y periodistas tendenciosos.

Ahora bien, los que nos dejamos embriagar por sus vicisitudes, caeremos subyugados bajo su encanto humano, zamparemos las novelas de Camilleri con la voracidad del perro que roe un hueso de jamón, y sacrificaremos el sueño con la sola idea seguir los pasos de Montalbano y su reducido equipo de inadaptados. Facio, paradigma de la eficacia, es ajeno a los nuevos tiempos y aún se maneja a base de papelitos en los que anota absolutamente todo lo que averiguan aunque la mayor parte de los datos no sirvan para nada. Augello se pierde en la contemplación de una falda. Galluzo es un buenazo, aunque también es propenso a disparar tiros al aire y dar chivatazos a la prensa. Catarella (¡qué grande Catarella!) patoso hasta el paroxismo, pero referente moral, amén de genio innato de la informática. Y el viejo dottore Pascuano, goloso impenitente que fantasea con hacerle la autopsia a su querido comisario.


Con estas y otras mimbres Camilleri construye un hito en el cuadro de la novela policíaca. Al igual que Conan Doyle y Simenon, Camilleri crea con Montalbano un fenómeno de impredecibles repercusiones
editoriales al tiempo que atrae a millones de lectores al ejercicio literario, digno de un versado dramaturgo, en el que el estilo y el pensamiento priman sobre la trama. Camilleri roza lo sublime en la definición de cada uno de los personajes evitando describirlos de forma directa al modo galdosiano, y optando por sus acciones, sus conflictos y sus errores.

Lejos de los inverosímiles héroes de la pantalla, la humanidad de Montalbano, su estéril combate contra el afán de protagonismo de la clase política, su empeño en conocer la verdad por encima de la caza al culpable, le hacen merecedor de un lugar fuera de lo establecido en la novela negra.

A través de los relatos de Camilleri el ávido lector entrará en el universo mítico de Sicilia, en escenarios inventados que son paisajes reales poblados de personajes robados de lo cotidiano: matronas vociferantes, empleados taciturnos, porteras chismosas, ingenuos choricillos, inmigrantes despreciados, beatas de estampita, curas de cabecera de mafiosos, abogados tortuosos y, sobre todo, gente humilde, individuos desposeídos de todo menos de su dignidad.

Montalbano no es infalible: carga con sus miedos y sus pesadillas como lo hace el resto de los mortales, con la única diferencia de que, el comisario de policía de Vigata, el gourmet de las trattorías de Sicilia, capaz de contemplar un cadáver e incapaz de presenciar una agonía; se nos ha hecho inmortal... al menos para unos cuantos.


jueves, 25 de mayo de 2023

EL TIEMPO DE LAS TINIEBLAS


Cuando una librería cierra, una galaxia entera pierde parte de su luz. No se trata tan solo de una mala noticia; es la señal inequívoca de que toda la sociedad ha fracasado. Hemos naufragado en las escuelas, en los parlamentos, en los informativos, en los foros económicos, en la familia y, sobre todo, en nuestros valores.

Cuando una librería -una pequeña, encantadora, modesta y mágica librería- desmonta sus anaqueles y cierra los candados, todos nosotros, los que aún creemos en la posibilidad de salvar al ser humano, todos los que vivimos aferrados a la convicción de que la vida no basta por sí sola, de que es quimérico alcanzar la plenitud al margen de las letras impresas; todos nosotros, digo, perdemos buena parte de nuestra biografía, todos nos hundimos un poco más en el fango de la mediocridad.

Hemos sido capaces de entronizar el obsceno espectáculo de lo banal, el morboso interés por la miseria ajena, el narcisismo ridículo, el parasitismo insolente, la compulsión por lo novedoso, la insaciable codicia, y sin embargo, hemos proscrito nuestra capacidad de imaginar.

Cuesta trabajo entender que estemos renunciando a ese espacio donde todavía es posible la libertad, para entregarnos voluntariamente al yugo de un diminuto dispositivo de propagar bulos y ansiedad, para convertirnos en hojas de hierba arrastradas por un vendaval de discursos vacuos.

Entrar en una librería, acariciar esos pequeños islotes de sensibilidad, saborear la belleza de unas palabras capaces de elevarnos muy por encima de nuestra finitud, es arriesgarse a perder la gravedad, es sumergirse en el corazón del universo sin ninguna garantía de regresar a lo que fuimos.

El olor de las páginas de un viejo libro despierta al niño soñador que alguna vez abandonamos para dejarnos llevar por el apego a lo insustancial.

Una puerta no se cierra por sí misma: somos nosotros, ciegos de ignorancia, quienes nos encerramos en el angosto espacio de lo inmediato. Lo triste, lo verdaderamente triste, es que no hemos reparado en que esa puerta que hemos cerrado era antes un puente hacia lo insólito.


Quien vive solo de lo tangible, renuncia a la posibilidad de lo imposible.