Con el paso de los años
me he ido volviendo
imperdonablemente
refractario a sumergirme en eso que hoy llaman poesía
contemporánea.
Parto de la convicción de que no todo lo que se denomina así es, en
rigor, verdadera poesía. No creo que merezca la pena entrar en
consideraciones más allá de mi propio criterio que es, por
definición, un criterio subjetivo.
Lamento
reconocer que me resultan terriblemente indigestas
esas verborreas de infantes bien alimentados aunque privados del derecho a una verdadera educación,
que se debaten entre el ñoño lamento y el cursilirismo, siempre
ocupado en el YO
más feble,
en el sufrimiento del que lo tiene todo y todavía no se ha enterado
de nada.
Es el signo de los tiempos; la psicología contemporánea (nada más
ajeno a la ciencia) pone el YO
por encima de cualquier otra prioridad. Entre libros de autoayuda y
terapias de dudosa eficacia, tenemos grabadas a fuego las máximas que
solucionan
buena parte de nuestros conflictos: quiérete
mucho, trabaja
tu autoestima,
tú eres lo primero... y,
en fin, ese tipo de consejos que no son, ni más ni menos, que lo que
el paciente espera escuchar.
Lejos de culpar a Shopenhauer, no es descabellado inferir que
esta concatenación de mantras, proviene de una malentendida mecánica
de origen
oriental destinada a alcanzar la felicidad como estado, dejando de
lado aspiraciones tan sencillas como la asequible
posibilidad
de sentirse a gusto, y que ha devenido en obsesión al ser adoptada por una sociedad (la
nuestra) éticamente
voluble y aburguesada.
Millones
de
seres
humanos
se entregan al yoga,
al taichí,
o al mindfulness;
panaceas
del bienestar, fantásticos curalotodo que, obviamente, no curan
absolutamente nada,
pero sugestionan de maravilla.
Y todo ello para acabar comprendiendo que la cuestión radica en
distinguir lo que es verdaderamente necesario y lo que, a todas
luces, sería perfectamente prescindible.
De tanto mirarnos al ombligo
hemos perdido la capacidad de ver.
Tal
vez, un buen chapuzón en las adversidades
ajenas nos podrían a
todos en situación de comprender que no es tan mala vida la que, por
lo menos a buena parte de los occidentales,
nos ha tocado vivir. Nos bastaría con saber ponernos en los zapatos
ajenos para saber que buena parte de nuestros males son puramente
imaginarios.
Seguramente
no hubiera perorado
todo lo anterior si antes no hubiera tenido la
enorme
dicha de abrir un libro de poemas, un pequeño, discreto, elegante y
humilde libro que una escritora de extraordinaria madurez reflexiva
y mesurada elegancia ha
dedicado nada más y nada menos que a la otredad. La
sobriedad con
que María
Ángeles Barrionuevo desvela a
esos
otros, a aquellos que no han nacido en la tierra de la abundancia, a
los que tienen que jugarse la vida
(y tantas veces la pierden)
para aspirar a un porvenir medianamente digno, ha
tenido la capacidad de tocarme
la moral desde los primeros versos.
Al
mar se han ido/ todas las almas/ todos esos cuerpos/ a alimentar los
peces/ a volver plateadas sus manos/ Con sus nombres han trenzado
collares/ ávidas sirenas/ Dembe, Sikhou, Nesta... / Al mar se han
ido.
Así
de sencillo y así de complejo: unas pocas palabras y toda esa
mezquindad con que defendemos las migajas de nuestro pastel, choca
directamente con toda idea de justicia.
Siendo
una excepción el amor palmario al prójimo, al diferente, al
extranjero;
me atrevería a afirmar que ese difícil equilibrio entre la
auténtica tragedia y la sutil belleza de las palabras, logra aquí,
en el poemario NÓMADAS
(Ed.
Olé Libros 2024) la emoción que da sentido al hecho poético, la
vibración de esa verdad que debería cubrirnos de vergüenza, y que
observamos con desdeñosa
indiferencia, cuando no con odio miserable.
Ojalá
me equivoque, pero auguro que NÓMADAS,
no será un superventas, y
precisamente porque señala con dedo acusador nuestros más tristes
pecados: la inmarcesible codicia y su hija bastarda; la pertenencia.
Hemos recortado con
cuidado/ con tijeras cruelmente afiladas/ la hermosa piel de la
Tierra/ Tatuado fronteras, organizado nominaciones/ como si fuese
nuestra (…) delineado con pasmosa exactitud/ todo lo que nos hace
diferentes/ Hundimos puentes, levantamos vallas/ clausuramos con
empeño el Paraíso/ Pusimos en sus puertas la espada llameante.
Fue
Albert
Einstein
quien, en una carta que dirigió a
Sigmund Freud afirmó
que "el nacionalismo es el sarampión de la humanidad. Una
enfermedad infantil". Algo tan perverso
como la obligatoriedad de llevar un pasaporte para viajar, era impensable
hasta la Primera Guerra mundial que, curiosamente, fue el momento en
que la exaltación nacionalista condujo a la muerte a más de diez
millones de seres humanos,
y al descalabro social a todo un continente.
Ciertamente,
la mayoría de los que habitamos en el Hemisferio Norte, no veremos
en primera persona cómo el hambre consume a nuestros propios hijos,
no tendremos que subirnos a un débil
cascarón
para atravesar un mar que, a día de hoy, es el mayor cementerio del Planeta Tierra, y no tendremos que recoger hortalizas en un invernadero a cincuenta grados centígrados.
La mayoría de nosotros no tendrá que cargar con el irracional
sambenito de ser el enemigo de la civilización occidental.
Es
una suerte que todavía existan sensibilidades que construyan
materiales tan delicados como
unos poemas, donde el ritmo, la musicalidad, el sabor de las palabras
y la
belleza
estética, se supediten a esa extraña criatura que es el amor al
prójimo. Una gota en el océano, sí, pero al fin y al cabo una gota
perfumada con la lucidez de quien demuestra
que la dignidad humana empieza justamente en nuestros semejantes.