miércoles, 7 de diciembre de 2011

EL PODER Y LOS LIBROS


Desde los albores de la historia –la historia comienza donde comienzan los libros- las relaciones entre el poder y los libros han tenido sus más y sus menos. Un libro puede tener la capacidad de derrocar a un mandatario, pero también puede coadyuvar a encumbrar a un líder. El viejo lema de “quítate tú pa que me ponga yo”. Ahora bien, sabemos por experiencia que los líderes suelen ser refractarios a la vasta diversidad de pensamiento que albergan los libros. Por ese motivo unos objetos tan aparentemente inofensivos han sido pasto de censura y reprobación, cuando no de las llamas. La biblioteca de Alejandría no ardió por casualidad. Fue el Patriarca –y santo- Cirilo quien decidió cuándo y de qué modo había que acabar con todo el saber que albergaban aquellos rollos de pergamino. Con tan expeditiva acción no sólo se acabó con siglos de conocimiento e historia, sino que también se consolidó una doctrina cuyo mayor empeño ha sido el acabar con el derecho a la réplica.
Los libros son peligrosos; primero porque no todas las reflexiones que en ellos se albergan tienen que ser acertadas, en segundo lugar porque nacieron con la posibilidad de cuestionar hasta lo más sagrado, y tercero, porque en algunos libros se encuentra la espoleta que suele hacer estallar la conciencia de los lectores. El contenido de un texto escrito podría servir para desarrollar en el individuo algo parecido a un criterio independiente. Y eso no excluye a ningún tipo de libros. Bien es cierto que los escritos de los filósofos griegos son el origen de nuestra idiosincrasia occidental; pero también lo es que en la inofensiva literatura se ha desplegado un campo para la reflexión poco menos que infinito. Puede incluso que en un sencillo poema aprendido en nuestra infancia hayamos adquirido el amor por la naturaleza, el horror por las guerras, el rechazo a las injusticias, el gozo de la sensualidad, la complejidad del sentimiento humano, la consciencia de la muerte... Sí: en los libros está eso que incomoda a los que manejan las riendas, y además arden mal.
Esto nos lleva a preguntarnos lo que significa la cultura para el poder. Frente al conocimiento crítico de la realidad y la evidente relatividad de los fenómenos, el poder enarbola la bandera de la cultura a su imagen y semejanza. Un presunto estado de derecho tiene el deber de proteger la cultura, incluso de incentivarla y, sin embargo, el concepto de cultura en manos del poder está indisolublemente ligado a la nostalgia, a aquel segmento del patrimonio que más se adapta a las exigencias del que gobierna. Rara vez (muy rara) una institución prestaría apoyo a una creación artística donde se pusieran en entredicho los valores del que gobierna, porque el que gobierna siempre sucumbirá a la tentación de castrar todo aquello que ponga en duda sus capacidades.
Cuando se cierran bibliotecas, se está cerrando el acceso del individuo a aquello que puede incomodar al poder: la capacidad para razonar con absoluta libertad. Se cierran bibliotecas para salvaguardar al pensamiento único. Se cierran bibliotecas con la tácita intención de configurar a un súbdito fácilmente maleable. Porque la no cultura y la cultura oficial son sinónimos de conformismo social y político. El poder no necesita que los ciudadanos cuestionen el sistema y sus maniobras, no, lo que el poder busca en sí mismo es la perpetuación de sus privilegios. Al poder le incordian los libros porque cualquier ideología que esgrima la autoridad como principio de su legitimidad es por definición contraria a la imaginación. El poder nos dice: dejadnos hacer a nosotros, mientras que hay libros que nos gritan directamente en la conciencia: ¡INDIGNAOS: os están robando el derecho y el deber de tomar decisiones!
Y luego pasa lo que pasa.

martes, 6 de diciembre de 2011

PREFERIRÍA NO HACERLO



Y todo comenzó con esa sencilla frase: “preferiría no hacerlo” (I would prefer not to) que se erige en el leitmotiv de la obra “Bartleby, el escribiente” de Herman Melville. Nace entonces la llamada Literatura Bartleby, que se desarrolla y crece con Kafka, recala en el genio Beckett (“Molloy”) y experimenta su culmen en Georges Perec. La Literatura Bartleby parte del fenómeno contrario a toda acción argumental, esto es, el no hacer como inicio de un camino hacia un nihilismo positivo. La dificultad de extraer un desarrollo argumental es el gran reto de los escritores que han afrontado este campo de la no acción como soporte para el pensamiento. Si, tal como sostiene el nihilismo existencial, la vida carece de sentido alguno, lo único que no desaparece de las posibilidades humanas es el pensamiento en sí, la observación del mundo y sus fenómenos más elementales, como nexo de unión entre el hombre y su existencia.
Georges Perec administra unas cuantas vueltas de tuerca a la estética Bartleby en su fascinante novela “Un hombre que duerme” (1967), por medio de la narración en segunda persona que parece dirigirse al personaje protagonista, pero que acaba involucrando al lector hasta el punto de hacerlo origen de la observación y el pensamiento. Un pensamiento tamizado por ese deseo –o falta de deseo- de no hacer, como único motor de la vida. El punto de partida es una situación aparentemente insignificante; el protagonista, un estudiante que ha de realizar un examen, decide no cumplir con su obligación y abandonar cualquier quehacer que suponga un esfuerzo innecesario. Desde ese mismo instante, el personaje empieza a vagar por la realidad como un simple observador, sin apenas emitir juicios elaborados y dejándose llevar por la inercia del devenir. En esas condiciones –tal vez las condiciones más complejas en las que se puede plantear un relato- Perec se las apaña para componer un sublime poema sobre la soledad. De nuevo, y en contraste con el poder seductor de sus primeras novelas como “Las cosas” (1965) y “¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado al fondo del patio?” (1966), Perec inicia una búsqueda de las posibilidades del lenguaje hacia una exégesis cuya deducción estará, obviamente, en manos del lector. “Un hombre que duerme” es algo más que un simple peldaño en el camino que lleva a “La vida, instrucciones de uso” (1978), se trata de una obra de fascinación lectora, un reto insalvable para todo lector de talento que busque su objetivo en la literatura en sí, y no como una forma de entretenimiento o como vehículo de formación. La genialidad de Perec estriba en el dominio de todos los elementos literarios, desde el concepto argumental hasta el menor artilugio narrativo, pasando por el conocimiento profundo del arte de la reflexión. En “Un hombre que duerme” el autor francés demuestra que el genio –eso que distingue a los mediocres de los que no lo son- es producto de una búsqueda exhaustiva de nuevos lenguajes, una exploración inagotable que no debe nunca conformarse con fórmulas que se reiteran una y otra vez hasta convertirse en marca de la casa. El oficio de escribir debería excluir toda posibilidad de autocomplacencia, y reconocerse como un camino infinito hacia el ideal utópico de la perfección. En esa búsqueda está el sentido del arduo oficio de hacer literatura, en los pequeños grandes logros que preceden al tesoro imaginario.