miércoles, 2 de junio de 2021

LA HORA INFAME

 De mis lejanos años de universitario recuerdo vívidamente aquel día en que un profesor de Historia del Arte nos invitó a cambiar el señalamiento de un examen que había sido fijado a las tres de la tarde porque, según afirmó, aquella era "una hora infame". Nadie protestó y todos accedimos al cambio de hora. 

Sin haberlo pensado, aquel rechoncho profesor, nos dio una lección de lo que debería ser el objetivo primario de toda obra literaria. Quiero decir que la intención del docente no era otra que defender su sagrada hora de la siesta, aunque dejó a nuestro entendimiento que, después de comer, uno no está para exámenes finales, y mucho menos en pleno julio. 

La literatura no siempre se maneja en las referencias directas, sino más bien en las vivencias y en el significado que el lector pueda dar a las acciones. Los personajes, sobre todo en el terreno dramático, no siempre deberían ser narrados, de manera que se definen por sus acciones y por sus opiniones. 

Eso no descarta a la reflexión que, tanto los personajes como el narrador, en el caso del relato, puedan realizar como respuesta a la acción. El personaje puede y debe dudar sobre sus decisiones, como hacía Hamlet en sus conocidos monólogos, o como reflexionaba Virginia Woolf en torno a la identidad sexual en su Orlando. La novela, como definió Vila Matas, es un espacio para el pensamiento, un cajón de sastre donde podrían caber muchas cosas, y entre ellas el riesgo. Porque la novela, a diferencia del relato breve, posee la maldición de carecer del acceso a la perfección

Los personajes de Thomas Mann, reflexionan en sus conversaciones sobre los asuntos que conciernen a la condición humana, y sin embargo no concluyen en axiomas, pues toda conversación dramática que se precie, es una oportunidad para el ejercicio de la dialéctica. Y sin embargo, toda la inacción (porque de eso se trataba) de Hans Castorp en La Montaña Mágica, deviene en el discurso esencial de la novela: el puro arraigo a la existencia a pesar de que lo que vivimos es fugaz y finito.

Por más que ahora veamos algo premonitorio en La peste de Camus, el discurso del genial autor francés, iba más allá de los virus malignos que desde siempre asedian a la humanidad. O tal vez sí, tal vez se refería a ese otro virus que es el de los totalitarismos que, lejos de haber sido vencidos en las últimas guerras mundiales, seguirá siempre latente, esperando su oportunidad para regresar. No hay más que ver los discursos que se han colado en nuestros modernos parlamentos occidentales, amparados en nuestra sagrada libertad de expresión, para dejar a las claras que, lo primero que harían, llegados al poder, sería suprimir esas libertades que tanto les molestan.

1 comentario:

  1. Todo el mundo auguraba que la pandemia nos iba a servir para mejorar muchas cosas. Evidentemente, no se ha mejorado nada. Seguimos igual. Nos pueden vacunar contra el virus, pero no hay vacuna contra la estupidez, la soberbia, la avaricia. En fin, el que es tonto, morirá tonto; y abundan.

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