jueves, 30 de diciembre de 2010

LA TERCERA OPCIÓN

Al hilo de estas ociosas polémicas sobre la pertinencia o no de determinadas tradiciones, parece ser que uno está obligado a alinearse a favor o en contra de celebrar acontecimientos pretéritos, como si nos fuera la honra en ello. He de aclarar para empezar que, en esto del día de la Toma, me posiciono en contra de todos, incluso de mí mismo. Con ello quiero decir que no estoy ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario. La celebración de la Toma de Granada me es someramente indiferente. Y no será porque los homenajeados me caen bien. Vamos; que a mi modo de ver los Reyes Católicos sólo les caen bien a los que no han estudiado historia o a los que pretenden que la historia se debería escribir con las glándulas productoras de testosterona. El caso es que, pasados ya cinco siglos, se me antoja una solemne pérdida de tiempo. Ponerse a debatir sobre si es bueno o malo tremolar ajados pendones y vociferar consignas, tiene menos contenido que un percebe. Eso sí; el percebe suele dejar mejor sabor de boca que todos esos acalorados discursos sobre lo correcto. Otra cosa diferente es lo de mostrar el desacuerdo con tales liturgias por medio de insultos fáciles y ramplones. Cuando uno disiente, debería razonar y ser razonable.
Haga cada cual lo que le parezca oportuno y déjese al otro el derecho a machacársela si le place, siempre y cuando no salpique. Ya sé que acabo de soltar una frase hecha, pero cada día que pasa voy apreciando más el hecho de haberme apuntado al club del meimportaunbledismo. ¿Por qué? Pues porque la edad le va enseñando a uno que el tiempo vuela y que, a ser posible, se debería concentrar la atención en cosas verdaderamente significativas. ¿Cómo podría derrochar mi efímera existencia en festejillos locales, cuando tengo problemas reales en los que pensar? ¿Acaso no es más alarmante la decadencia cultural, educativa y moral en la que estamos dejando caer a las generaciones que nos siguen? ¿Nadie dice nada sobre la eliminación arbitraria de la presunción de inocencia que se ha perpetrado bajo supuestos marcos legales? ¿Es posible que nos quedemos de manos cruzadas cuando los causantes de esta depresión económica reciben ingentes ayudas del estado, arrancadas del bolsillo de la clase trabajadora, y no tengan el menor empacho en desahuciarnos y seguir beneficiándose a costa de la miseria que han sembrado?
Si me apuran, hasta cruzar con mi perro el paso de peatones de la avenida de Murcia y llegar al otro lado con vida, se me antoja más importante que los actos conmemorativos de la unificación forzosa de España. Sí, ya sé que el advenimiento de un nuevo estado supuso la expulsión de moriscos y judíos, la proliferación de los autos de fe, quema de herejes, y otros refinamientos por el estilo. Para eso está la historiografía; para que podamos asumir que no todo fueron glorias en nuestro pasado. Para que entendamos que una patria es algo que se creó a partir del interés particular de un soberano, a base de fuerza bruta y prejuicio. Y sin embargo, el tiempo transcurre y la mayoría de los culpables mueren en el olvido. Se emprenden nuevos retos e ilusionantes proyectos. Si para algo tenemos los ojos en la cara es para mirar hacia delante, en lugar de pasarnos la existencia enfrascados en rememorar un lejano pasado.
Las sociedades deberían evolucionar, digo yo, para mejorar en lo posible, y no para encasquillarse en la recalcitrante nostalgia.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL ARTE DE LA IMPOSTURA

Hace unos meses hablaba con un joven realizador sobre lo que suponía trabajar en el medio televisivo. Mi amigo me confesó, así de sopetón, que trabajar en la televisión pública suponía aceptar unas condiciones inimaginables –al menos en mi pueril ingenuidad- para cualquier creador. Para poder colaborar en un medio público, no había más remedio que someterse a los dicterios de aquellos que cortan el bacalao. En palabras textuales de mi atribulado colega, los niveles de censura que imperan en cualquier medio de difusión pública son tan asfixiantes como lo eran hace cuarenta años. Entonces –pregunté yo, iluso de mí- ¿eso de la pluralidad? Eso de la pluralidad, querido Gärt –espetó el muchacho- es la estafa más grande de la democracia.
De manera que, esa libertad por la que muchas personas se han dejado años de su vida en la cárcel, por la que más de uno ha arriesgado e incluso perdido la vida, esa libertad de expresión de la que habla el fantasioso artículo 20 de la constitución española, no es más que un cuento para niños, una utopía.
Así las cosas nos hemos convertido en un país de impostores, y para colmo estamos convencidos de vivimos en un estado de derecho. Nos creemos nuestras propias mentiras. Nos hemos acostumbrado a normalizar que el mundo esté poblado y manipulado por tipos egregios –encantados de conocerse a sí mismos- que alardean sin el menor pudor de altísimos principios, todos ellos muy respetables, que rara vez practican cabalmente.
Por una parte, vemos como ocupan los puestos ejecutivos y directivos esos próceres, amantes de lo sagrado, intachables padres de familia, domingos en misa y semana santa con capirote, esos parroquianos de pro que los sábados por la tarde se recrean el los prostíbulos del extrarradio, o se deslizan en los hoteles con dama que no es su señora. Por el otro, todos conocemos a aquellos que presumen a voz en cuello de su talante progresista, de sus ideas igualitarias, izquierdistas y antifascistas (ista, ista, ista...). Los mismos que, en su vida privada, se dirigen a sus empleados con total desprecio por la dignidad ajena, tiranizan a sus familias, defienden y participan en las tradiciones más añejas sin cuestionarse su validez, y hablan de los individuos del otro sexo por medio de groseras generalizaciones. Todo ese cuento de la ideología y el fervor religioso ha quedado muy bien como vestimenta, como folclore, como perfume discursivo. A la hora de la verdad, lo que dirige nuestros destinos es la pura hipocresía, el arte de la impostura.
A día de hoy, no existe ningún medio de comunicación donde un ciudadano pueda expresar libremente aquello que piensa. Porque, mientras nadie demuestre lo contrario, el pensamiento que no concuerde con los dictados morales del que manda no tiene posibilidad alguna de encontrar difusión. Todos los medios, públicos y privados, aplican lo que ellos llaman línea editorial, y que en muchos casos se traduce en atentados contra la libertad de expresión. ¿De qué hablan entonces estos popes del periodismo cuando mencionan cosas como pluralidad o libertad? ¿Qué clase de lecciones morales puede darnos una prensa obligada a no morder la mano que les da de comer? Y luego se les queda cara de póquer cuando se ven desbordados por la valiente defensa de la libertad de expresión que hace Wikileaks. ¡Amos anda!
En este panorama, los escritores y periodistas tienen dos opciones. Primera: morderse la lengua, tragarse un sapo, besar el culo de los todopoderosos, pasar por el aro, aceptar recomendaciones, prestarse a chanchullos, recibir premios amañados y, por supuesto, acceder por la vía rápida al idolatrado ÉXITO. La segunda opción es decir lo que se piensa –que puede ser acertado o no- y escribir con la convicción de que se está haciendo literatura. En ese caso, quien todavía tenga redaños para mantener intacto el orgullo, recibirá cientos, miles de portazos en las narices, se verá relegado a la total ignorancia, de vez en cuando ganará un segundo premio de un concurso de tercera división. Tendrá, por supuesto, que buscarse otro trabajo. Y finalmente morirá, como murió Melville, convencido de su fracaso. Lo cierto es que Melville fracasó en vida, pero no en la posteridad; pero resulta que la posteridad nos importa un bledo a los vivos, porque es cosa de muertos y los muertos no disfrutan de otra cosa que del descanso eterno.
El éxito era algo fútil e inconsistente para Sócrates. Por supuesto, Sócrates nunca obtuvo el reconocimiento de los atenienses. Lo que sí obtuvo fue un buen copazo de cicuta. La gloria quedó para Platón, quien tomó prestados sus mejores discursos y construyó un personaje a su entero arbitrio. Pero al menos nos queda aquella máxima Socrática por la cual, todo lo que tiene relación con el éxito carece de valor para el alma, y el alma del individuo se nutre principalmente de la lucha diaria por hacer lo correcto. El bien no sirve para nada cuando se practica a cambio de unos réditos; sólo es moralmente aceptable cuando se invierte en sí mismo. El único beneficio de practicar el bien por el bien está en nuestro espíritu.
¿Alma o éxito? Ustedes mismos.

martes, 16 de noviembre de 2010

SIGUE BAILANDO

Y no te preocupes por nada. Sigue pasándolo bien; ajeno a todo el dolor del mundo. Sigue bebiendo calimocho, cocacola con salfumán, fanta con matarratas. Sigue así y no te pares. No saludes, no cedas el paso, no cedas el asiento, no te pongas en el lugar de los demás. No te impliques. Sigue gritando, riendo, cantando, percutiendo la batucada; que yo me pondré tapones para dormir, y trasladaré mi dormitorio al cuarto de baño. No te preocupes por nada, deja los desperdicios en el suelo, que yo los recogeré mañana y los depositaré en ese contenedor que está a metro y medio. Sigue, sigue, sigue y no te pares. Lleva a tu perro suelto, porque no mola lo de la correa. Porque la correa no es guay. No pasa nada. Si se pierde, no tienes más que colgar un cartelito en el árbol del parque. Si se pelea con otro y le arranca una oreja, es más que probable que su dueño pague un seguro médico. Ni siquiera te enterarás si muere atropellado. Nadie te lo dirá. Si un desalmado lo usa como sparring para perros de pelea… son cosas del destino, del zen y del karma. La vida es así.
Y nada de llevar casco en la moto. Eso son cosas de viejos y de perdedores. Lo que mola es eso de sentir el aire en las orejas, sentir el embriagador perfume de la libertad, y volar, volar, volar, como vuelan los pájaros allá en lo alto. La moto es una extensión más de ese colocón que te has pillado con el calimocho, los porros, la cocacola con salfumán y la fanta con matarratas. La moto es poderío. Es guay saltarse los semáforos, zigzaguear entre los coches, y adelantar a todos esos carrozas que sí, tienen motos muy grandes y muy potentes, pero no tienen lo que hay que tener para correr lo que hay que correr.
Sigue corriendo, bien colocadito, sin casco, sin permiso y sin seguro. Ya pagarán los otros. Es lo mejor que puedes hacer, porque eres un buen donante de órganos. Y porque tal vez mañana, un enfermo del corazón, del hígado o de los riñones (si es que no te los has castigado demasiado con tanto brebaje y tanto canuto) te lo agradecerá el resto de su renovada vida. Pero, por favor, ten cuidado cuando te la pegues, no sea que te dañes los ojos y esos ojitos tuyos tan monos, que tanto te han servido para echárselos a más de una periquita, podrían devolverle la vista a más de uno.
Sigue bailando, que es bueno para el corazón, y siempre habrá alguien que lo merezca, alguien que le daría algo de sentido a su existencia. Alguien capaz de respetar el descanso ajeno, alguien que no deja el suelo hecho un muladar después de una ruidosa fiestecilla. Alguien que, por respeto al otro, nunca conduciría ebrio. Alguien que dejaría latir ese corazón como un potro desbocado escuchando las notas de un laúd. Alguien, en resumen, que supiera valorar su propia vida y la vida de los demás.

viernes, 17 de septiembre de 2010

LA ELEGANCIA DEL ERIZO

Cuando a uno le insisten mucho (depende de quien lo haga) en que lea uno de esos éxitos editoriales de largo recorrido, suele abrir la primera página algo estreñido por las suspicacias y bastante cargado de excepticismo. Habría que reconocer -huelga el comentario, pero ahí va- que la calidad no siempre ha estado reñida con las buenas ventas. Empezando por el ingenioso hidalgo, ha habido honrosas excepciones en esto del libro comercial. Alguna que otra genialidad, incluso, pero no demasiadas. Últimamente se ha llegado a tal menosprecio por la inteligencia del lector que se podría asegurar que una cosa es la literatura y otra el mercado editorial. El temor está en que llegue el día -y todo hace parecer que está más próximo de lo que creemos- en que la literatura se convierta en una reliquia del pasado y haya que dar paso al puro entretenimiento. Ese requiem ya ha sido entonado en la novela DUBLINESCA, de Enrique Vila-Matas. El escritor catalán adelanta y empareja la muerte de la literatura y el final de los libros tal y como los hemos conocido durante los últimos quinientos años. ¿Será casualidad que ambos funerales hayan de celebrarse al mismo tiempo? Quién sabe.
He de reconocer que Muriel Barbery me ha sorprendido favorablemente. Y eso a pesar de haberse dejado sobrepasar por algún que otro cliché posmoderno, además de haber optado por un final excesivamente melodramático, a mi juicio. Pero tales detalles -detalles nimios- carecen del suficiente valor sustantivo como para hundir una buena novela en la que la escritora francesa ahonda en la fuerza de las apariencias, tanto a nivel individual (por aquello de la necesidad de usar máscaras) como a nivel social. LA ELEGANCIA DEL ERIZO, es una novela profundamente filosófica, una esperanzadora recuperación del uso literario como espacio para el pensamiento. Por supuesto, cabe la posibilidad de que los personajes carezcan de verosimilitud. Ninguna niña de doce años con antojos suicidas fácilmente predecibles, concibe el mundo como lo hace Paloma, una de las dos protagonistas. Para tener esa capacidad analítica, y sobre todo, para expresarla con tanta y tan lúcida soltura, hace falta haber vivido algo más de una docena de primaveras. Pero ¿importa ese detalle en el conjunto de una obra donde el cómo supera con creces al qué? Evidentemente no. No importa que la prosa y el pensamiento crítico de Paloma correspondan a una agudeza digna de Albert Einstein. Y no importa porque la autora ha ido mucho más lejos. Por medio de un juego de puntos de vista diversificados, nos presenta el retrato de la alta burguesía parisina de una forma deleterea. La visión que tanto Paloma como la señora Michel exponen con respecto a la clase dominante francesa es sencillamente vitriólica.
Todos los personajes -como todas las personas- están dotados de máscaras, con las que ocultan su verdadero yo. Tanto las dos narradoras como el resto del plantel, necesitan esconder su alma para sobrevivir. Todos nosotros aparentamos algo que no somos. Supongo que lo que nos hace interesantes es la posibilidad de desvelar lo que ocultamos.

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

LA ESTRATEGIA DEL ERIZO

viernes, 9 de julio de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

ELITISTA

No hace mucho, cuando alguien defendía la enorme valía literaria del poeta y cantante Javier Krahe, uno de esos críticos entendidos en todo y lo demás, dijo algo así como que el tal Krahe podía hacer buenos sonetos pero que en aquello de cantar el cantautor desafinaba. Cuando esto último llegó a oídos del controvertido autor, éste, sin perder su clásica flema y esbozando una irónica sonrisa terció: “es que afinar es sospechosamente elitista”. Pues eso.
Más de una vez se ha discutido sobre el hecho de que los Festivales de Música y Danza de Granada tengan alguna que otra connotación elitista, o más bien pretenciosamente elitista. Soy de los que piensan que la música dejó de ser elitista en occidente hace unas cuantas décadas. La música, a decir de Simon Rattle, director de la Filarmónica de Berlín, además de un privilegio es un derecho inherente al ser humano. La buena murga debería estar al alcance de todos, y cuando Rattle dice de todos es de todos. La Filarmónica de Berlín (¿les suena?) ya no es un dinosario cultural en la moderna ciudad sin muros, ahora se ha transformado en una curiosa fundación que no se limita a esperar en un pedestal la llegada del público, sino que sale en busca del alma escuchante, desafiando sin descanso los herrumbrosos prejuicios de la siempre decadente burguesía europea.
El Festival de Granada siempre pecará de elitista. Los precios de las localidades realizan su función de criba. El horario de los conciertos y espectáculos de danza no está pensado para la clase trabajadora. Me refiero a esos que tenemos que madrugar para ganarnos la vida y de paso sustentar la maltrecha economía del país. También está aquello del petardeo con el vestuario, las tentadoras limonadas del solícito servicio de catering, y las crónicas de sociedad. Hace unos días, una de esas cronistas sociales de pasquín provinciano dedicaba una página completa a explicar lo importante que era asistir bien arregladito a las noches festivaleras. Puede que la calidad de una orquesta deje mucho que desear, que los metales de tal conjunto suenen a hojalata, pero nunca nos faltarán las lentejuelas y los modelos exclusivos en las frescas veladas del Generalife. Jamás, mira que te diga, faltará el impoluto traje de Armani con corbata y todo, aunque la temperatura nocturna convierta las axilas en puro magma. Eso sería lo último. Antes muertos que sencillos.
Desde hace bastante tiempo, he venido experimentando cierto resquemor hacia las reuniones tumultuosas en torno a esa misma música que suele emocionarme en mis horas de soledad. ¿Por qué? Pues porque bajo todo ese halo de apariencia burguesa, de falsa elegancia de una sociedad de nuevos ricos, todavía seguimos siendo unos incapaces a la hora de saber estar. Trataré de ponerles en situación. Uno llega al Palacio de Carlos V -ese cubo de roca caliza que tampoco hubiera estado mal en alguna otra parte de la ciudad- y busca su localidad, un asiento algo descentrado, clase C, donde va a percibir la tercera de Beethoven casi tan bien como el resto de la audiencia, aunque al final termine con algo de tortícolis. La gente entra en el auditorio mayoritariamente tarde. La impuntualidad es un rasgo que nos distingue del resto de los europeos, incluso del resto de la humanidad. La orquesta entra más tarde aún y los glúteos ya duelen cuando suenan los primeros acordes. A mi derecha se sienta una pija de mírame y no me toques que me regala un copito gaseoso antes de acabe el primer movimiento. Ha sido ella: lo sé porque el tufillo viene envuelto en algunos toques de Cacharel. En la fila delantera, una dama mueve su abanico con más energía que el presto final de la sinfonía, y yo apenas me he enterado de lo que me quería enterar. Puede que existan mentes privilegiadas capaces de concentrarse en la música, mientras el parroquiano de la izquierda se dedica a teclear en su Blackberry durante la mayor parte de la pieza. Me parece lógico cuando algún extranjero se ríe con discreción al escuchar la obligada locución inicial de conciertos, teatros y cines, donde la organización nos invita amablemente a apagar los móviles y evitar humaredas niconíticas y relámpagos fotográficos. De las flatulencias dicen nada. Lo peor no es que necesitemos ese tipo de advertencias para empatizar con el resto de la audiencia, sino que nunca podremos prescindir de ellas. Seguiremos siendo lo que somos, eso sí, escandalizándonos de que, por ahí fuera, la gente de otros pueblos no se dedique a hablarse a voz en cuello.
También -por aquello de refutar el fácil cliché del elitismo- disponemos del FEX, ese otro festival para gente modesta donde la entrada solo cuesta hacer cola pacientemente durante horas, a veces bajo un sol inclemente. En tales términos, suele suceder ese milagro maravilloso mediante el cual, cientos de personas a las que sólo une la pasión por el arrebato musical, permanecen absolutamente quietas, tal vez con los ojos cerrados, mientras un pequeño conjunto de música antigua resucita a Palestrina, Monteverdi e incluso al viejo Johan Sebastian. Puede que el FEX sea ese otro lugar donde hasta los pobres de solemnidad tienen la oportunidad de gozar del derecho a trascender más allá de sus propias realidades. Puede que en nuestro Festival B, se prescinda del frescor de la Alhambra y del buen vestir. Puede, es más que seguro, que alguna camarera del servicio de catering que no pudo asistir a los espectáculos de danza del Generalife por hallarse en ese preciso momento recogiendo platos, tenga la oportunidad de entrar en el Hospital Real y elevarse más allá de sí misma con unos acordes de laúd que resucitan a Leopold Weiss. La he reconocido, era la misma muchacha que me sirvió la limonada hacía dos noches y ahora sueña con los ojos cerrados sentada a mi lado. Sueña ahora con otros mundos que no están tan lejos como debería parecer; otros mundos que están dentro de todos y cada uno de nosotros. La música del laúd barroco, le ha arrebatado el alma y a duras penas contiene una lágrima de intensa felicidad.
© Gärt

martes, 8 de junio de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

LARGA VIDA A ULYSSES

Como unos cuantos sabemos, el próximo día 16 de junio, se celebra en la ciudad de Dublín el Bloomsday, o dicho de otra forma, la fiesta en la que una capital culta y orgullosa de haber parido al hombre que resucitó a la literatura de su inevitable marasmo creativo, recrea el día en que se desarrolla la narración de la novela Ulysses, de James Joyce. Se tiene constancia de que escritores y lectores de todo el mundo han peregrinado alguna vez en sus vidas para tomar una pinta en el Pub Finnegans.
Nuestra intención no se detiene en rendir homenaje a Leopold Bloom, alter ego de Odyseo, heterónimo del mismo Joyce y reencarnación de Alonso Quijano; queremos reunirnos alrededor de unas cervezas para brindar una y otra vez por ese milagro inmortal que es la gran literatura. Una literatura que nada tiene que ver con los mamotretos góticos que se venden por toneladas en los supermercados. Una literatura que siempre agoniza pero que nunca acaba de palmarla. Es algo que se repetirá eternamente en todos los órdenes del arte, del verdadero arte. ¿Quién recuerda a día de hoy la canción del pasado verano? Y sin embargo, sabemos que en estos momentos, en algún lugar de la tierra se está interpretando la Novena Sinfonía de Beethoven. Por eso, cada vez que brindemos y gritemos Larga vida a Ulysses, estaremos entregando nuestras almas a aquellos grandes que nunca estuvieron en la lista de los más vendidos, a aquellos monstruos que cambiaron nuestra vida para siempre, a aquellos seres anómalos que lograron estirar el lenguaje literario un paso más en este país perfecto que es la República de las Letras.
Brindemos juntos en el Bloomsday por Joyce, y por Beckett, por Calvino, por Gombrowitz, por Walser, por Kafka, por Celan, por Musil, por Bukowski, por Goytisolo, por Heiner Müller, por…. todo aquello que nos hizo crecer en nuestra imaginación sin despreciar nuestra inteligencia.


Unos cuantos perturbados de la literatura celebran el Bloomsday (16 de junio de 2010) en el Hannigans & Sons II (Plaza Fortuni), a las 9,30, con una pinta de cerveza en la mano y alguna que otra utopía en la otra.

martes, 25 de mayo de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

MALDITOS BORRACHOS: LOWRY, BUKOWSKI Y THOMAS

Malditos y borrachos. O más bien malditos por borrachos. La maldición no era ningún cliché caprichoso de la frívola crítica. Los tres –tres de los grandes- han sido víctimas de su propio mito autodestructivo. De poco te vale haber mostrado un talento creativo a prueba de comparaciones cuando tu biografía te supera. Nadie, o casi nadie, recuerda un verso de Bukowski, nadie, o tal vez menos que nadie, conoce de memoria un poema de Dylan Thomas, y muy pocos han conseguido terminar la gran novela de Malcom Lowry. Dicen que las últimas palabras de Dylan Thomas, antes de entrar en un espantoso coma etílico fueron: “He tomado 18 whiskys, creo que es todo un record”. Si es triste morir de una borrachera galáctica, resulta todavía más penoso dejar como legado para la posteridad el aforismo más simplón de toda tu vida.
Thomas y Lowry llegaron a conocerse. Supongo que se tomaron unas cuantas copas juntos. De hecho murieron en la misma década. Bukowski les sobrevivió. Su empeño autodestructivo fue en vano: pasó de los setenta años y duró hasta 1989, y para colmo no murió de cirrosis sino de leucemia. Los tres vivieron en un continuo baño del alcohol propiciado por la insoportable percepción de una realidad adversa y despótica. Lo que nunca sabremos es si a base de tragos lograron atenuar ese sufrimiento de sus inteligencias, esa tribulación de su fuero interno. Porque un talento desmedido es también una fuente de angustia y desolación. Las mentes “privilegiadas” son también el yunque del tormento y la obsesión. El que piensa por encima de la media padece a su propio pensamiento. ¿Hay alguna otra forma de ser feliz en esta vida aparte de ser rico y superficial? La hay, pero habría que pasar por el neurocirujano para te extirpe los núcleos dorsomediales del tálamo y te permita disfrutar de una indiferencia total hacia todo lo que pudiera producir un mínimo de emoción. Tonto y feliz, esa es la cuestión.
También a los tres les tocó padecer la ignorancia de un mundo que abraza el imperio de la mediocridad y rechaza todo lo que parezca chirriante. Bukowski es conocido por su brutal lenguaje, por sus salidas escatológicas y por su desprecio del eufemismo. Cuando alguien pronuncia el nombre de Bukowski, otro alguien pone cara de asco. Pero apenas nadie conoce sus mejores poemas, (v.g):

En este mundo hay una soledad tan grande
que se ve en el lento avance de
las agujas del reloj
En este mundo hay una soledad tan grande
que se ve en el parpadeo de las luces de neón
en Las Vegas, en Baltimore, en Munich (…)
La gente no se porta bien con el prójimo
el uno con el otro
la gente sencillamente no se porta bien con el prójimo
Tenemos miedo
creemos que el odio equivale
a la fuerza
que el castigo es
amor
Lo que necesitamos es menos falsa educación
lo que necesitamos son menos leyes
menos policía
y más buenos maestros
Olvidamos el terror de una persona
que sufre en una habitación
sola
sin besos
sin caricias
aislada
dedicada a regar una planta sola
sin un teléfono que
de todos modos
nunca sonaría.
La gente no se porta bien con el prójimo.

Ser maldito no es sinónimo de un estilo, de una ruptura de tabúes, de una pose provocadora. Ser maldito es haber sido tocado por la mano de un dios poco dado la singularidad. Es haber nacido en un tiempo ajeno a la grandeza; o no haber nacido todavía.

sábado, 8 de mayo de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

PROHIBIDLO TODO

No me gustaría estar en la piel de aquellos que se ganan la vida, o parte de ella, escribiendo columnas de opinión semanal. Ellos cobran, yo no. Ahora bien; yo escribo cuando lo creo oportuno, eligiendo el tema sin la menor presión, sin la urgencia de tener que buscar una nueva idea para dentro de una semana, o incluso en algunos casos, para cada día. Cuando alguien se encuentra obligado a buscar un tema sobre el que escribir tiene necesariamente que caer –más temprano que tarde- en algún que otro disparate infundado, o en la elección de asuntos totalmente anodinos, faltos de entidad y de sustancia. Pues no, no me gustaría estar en la piel de los opinadores profesionales. No siento la menor inclinación por caer en la arrogancia del contertulio que opina de todo porque, aparentemente, conoce de todo. No necesito vivir con ese sempiterno riesgo de ponerme a sacarle punta a un tema insulso, ramplón, árido o frívolo. Dispongo de un tiempo exiguo y no tengo inclinación por perderlo.
Viene esto a raíz de esa cuestión que algunos políticos quieren elevar al parlamento europeo sobre el uso del hiyab que algunas mujeres musulmanas suelen llevar con sumo orgullo, con firme convicción de que lo usan libremente. Eso es muy cuestionable, pero no es el tema. El tema es que el debate político/periodístico ha abierto dos frentes dotados ambos de sobradas razones y extrema simplicidad en los planteamientos, cuando no de pura demagogia. Tenemos por una parte a los que aluden a la libertad de expresión para defender la “causa” de estos pañuelos. Unos pañuelos muy parecidos a los que nuestras abuelas llevaban permanentemente al salir de sus casas o al entrar en las iglesias. Unos pañuelos bastante menos rígidos que las tocas que usan las monjas europeas. No hablemos de aquellas otras religiosas que viven –ellas dirán que lo hacen libremente- recluidas en un convento de clausura. Enterradas en vida, que decían los viejos no hace mucho.
La otra postura –la contraria, por supuesto- propugna la prohibición de dicho uso, en nombre de la libertad y la igualdad. Resulta curioso el recurrente empleo de la palabra libertad, junto a la palabra prohibición. Es más, desde que España se llama a sí misma “estado de derecho” se han dictado cientos y miles de normas restrictivas de actividades no acordes con la opinión de los gobernantes. Se ha prohibido tanto que empieza a parecer estrambótico cuando un cargo político –sea del partido que sea- se pone hablar de libertad. ¿De qué hablan los gobernantes cuando hablan de libertad? ¿A qué se refieren cuando pronuncian tal palabra? ¿A la posibilidad de entrar en un supermercado y elegir entre este o aquel detergente? ¿O tal vez a la imposibilidad de poder elegir entre un piso de alquiler y un chalé adosado? ¿Qué quiere decir “libertad” en la boca de un político? ¿Se puede hablar de libertad prohibiendo tal o cual uso? O tal vez sea que todo esto provenga de un enorme desfase entre el derecho a la educación y las necesidades de los individuos. Nunca he creído en la maldad intrínseca del individuo: creo firmemente en que muchos de nuestros conciudadanos han sido privados del derecho fundamental a la educación. Si toda la sociedad ha eludido el compromiso por la educación, si el estado (que somos todos) se dedica a hacer experimentos con sus tontas leyes educativas ¿cómo esperamos que actúen los individuos que no han tenido la oportunidad de adquirir una mínima autodisciplina, un mínimo amor por el saber, un ligero atisbo de esa imprescindible necesidad de ponerse en el lugar de los demás?
Y lo que es más grave. ¿Qué resultado tendrá el hecho de prohibir el uso de un pañuelo en los lugares públicos? ¿Se conseguirá algo importante prohibiendo entrar a una menor en un colegio o forzándola a eliminar la cuestión simbólica de su cabeza? ¿Tendrán los profesores la oportunidad (o la fuerza moral) de mostrarle el significado de criterio propio, libertad, inteligencia, elección, opción, duda, cuestionamiento…?
Parece mentira que, después de tantos años de historia, no hayamos aprendido que todo lo que se prohíbe despierta una reacción contraria a la intencional. La prohibición multiplica el interés por lo prohibido. En los años sesenta, era de tal entidad la lista negra de libros prohibidos por el régimen nacionalcatólico que jóvenes y viejos traficaban literalmente con libros publicados en México, Argentina, Colombia, Francia, Italia, Estados Unidos…
La conclusión es obvia. Cuanto más se habla de prohibir, más jovencitas con hiyab se ven por las calles. Es más, se pierde el tiempo hablando de estar a favor o en contra de un simple pañuelo y no se habla de lo que significa la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, no se habla seriamente de eliminar todas las discriminaciones –incluso esa imbecilidad de la llamada discriminación positiva- porque todas la ellas son negativas, nefandas, torticeras y destrozavidas. Sepan ustedes que en estos momentos, ahora mismo, hay una persona inocente en algún calabozo español por obra y gracia de la discriminación positiva.
La reacción contra la prohibición es un mecanismo tan infalible, tan lógico que deberíamos pedir a nuestros intrépidos gobernantes que prohibieran la gran literatura, que sólo se permitiera la compraventa de los grandes éxitos comerciales, los best sellers, las viejas novelas de caballería de las que Cervantes hizo mofa creando así una obra de arte. Sí: que prohíban a Musil, a Gombrowitz, a Italo Calvino, a Kafka, a Borges, a Bolaño, a Walser, a Blecher, a Ayala, a Lorca, a Shakespeare, a Primo Levi, a Nietzche, a Jean Giono, a Bukowsky, a Joyce, a Beckett, a Moliere, a Ionesco, a Jarry, a Voltaire, a Arthur Miller, a DeLillo, a Faulkner, a Mann, a Hesse, a Melville, a Novalis. Que prohíban las Mil y una noches, los Cuentos de Canterbury, la puta vieja Celestina. Que prohíban de una vez a Cervantes. ¡Que lo prohíban ya!
Entonces, los adolescentes, en lugar de ir al obligado botellón, se dedicarán a traficar con libros de la lista negra, cuya lectura estaría penada con veinte latigazos por página. Habría tal trapicheo de libros –te cambio un Goytisolo por dos Kunderas- que empezaría a activarse una economía sumergida de enorme impacto social. Aparecería un mercado negro de libros prohibidos cuyo montante económico a nivel internacional superaría las cifras del dinero generado por la industria pornográfica. El interés por lo prohibido llevaría a más de un escritor a medrar ante las oficinas del Comité Nacional por la Censura Literaria para que sus libros fueran convenientemente prohibidos.
Sí, que nos prohíban a todos. Que prohíban todo lo bueno. Que proscriban lo que sea. Esa es la solución a este profundo estado de mediocridad en que nos estamos sumiendo.
© Gärt

sábado, 17 de abril de 2010

DIARIOS DE CABEZADEPERRO

NOVELITAS PARA DILETANTES

Pues no; no va de eso. Precisamente voy a hablar de lo contrario. Dejo que los diletantes sigan empeñados en la impostura de Zafón o los clichés del difunto sueco y me decanto por un par de gringos, de esos que rara vez decepcionan a su escasa pero ferviente parroquia. Pynchon y DeLillo. Menudo par. Quien pudiera tenerlos entre los allegados. Tampoco es que eso sea tan importante, puede incluso que, conocidos en persona, resulten cargantes hasta el arrebato. Y también puede que no. Sus libros, los dos que aquí voy a citar, no lo son de ninguna manera. Porque no estamos hablando de la enésima reelaboración del argumentismo decimonónico –ese ectoplasma que vendió, vende y seguirá vendiendo per secula seculorum- sino de estilo, estilo de verdad. Hace siglos que conocemos todas las variantes argumentales, pero asimismo, quedan siglos –calentamiento global mediante- hasta que se agote la forma de colocarlas, de ordenarlas y hacerlas sentir. Pynchon, en “ La subasta del lote 49” consigue esa inédita vuelta de retuerca a la estética beat, agotada e inagotable en manos del maestro sin rostro. La cascada de situaciones delirantes, y la impresentabilidad de los personajes, evocan a menudo al malogrado John Kennedy Toole, y su Ignatius J. Relly, protagonista que obra el milagro de atrapar al lector a pesar de tratarse de un cretino irredento.
DeLillo retoma la estructura narrativa del Ulysses de Joyce, transformando la nave odiseica en una lujosa y excesiva limusina, probablemente esa metáfora del horterismo de la que ningún nuevo rico puede ni debe sustraerse. Porque el concepto de lo hortera se ha normalizado hasta el punto de dar para unos cuantos debates que, como todo lo hortera, serían en suma una desdichada pérdida de tiempo. Trama: Un solo día, el último día de su existencia el adocenado Eric Packer necesita demostrarse a sí mismo, que sigue siendo la representación carnal del todopoderoso, que puede hacer y deshacer a su antojo cuanto le apetezca, aunque por otra parte le sea imposible salir de un simple atasco, como todo hijo de vecina, pero con chofer y escolta.
Ahora bien, nada de eso importa. Cualquier escritor medianamente avezado podría haber ideado y plasmado las dos tramas. La cuestión es que nadie, salvo Pynchon y DeLillo, habrían tenido el acierto de engendrar “La subasta…” y “Cosmópolis”. ¿Por qué? Porque lo importante no es el qué, sino el cómo. Porque ambos están unidos y separados por su inmensa capacidad para crear estilo. Pynchon retrata lo grotesco, sin establecer juicios, dejando que sea el lector quien valore la trascendencia o insignificancia de los hechos. A Pynchon se la trae floja que sus novelas pequen de insustanciales. Por el contrario, la sustancia, el mordisco del tema y la profundidad psicológica son la esencia en DeLillo. Uno agarra las novelas de Don DeLillo y no tarda en percatarse de que el agarrado es quien cree estar agarrando. En manos de DeLillo, dejamos de ser sujetos pasivos, porque el escritor nos impone la tarea de responder esas preguntas que se generan a lo largo y ancho del papel. En “Cosmópolis” nada es accesorio, nada sobra, nada carece de importancia. Aunque lo que parezca un hecho sea nada más y nada menos que una enorme duda. Y la duda es la vida misma. Quien no duda nunca, debería visitar a un especialista en lo que sea. Pero, por favor, que no se malverse comprando libros de autoayuda.
Ninguno de mis adorados yanquis –ser gringo no significa necesariamente haber nacido para convertirse en un producto de mercadotecnia- tendrá jamás el fervor de la masa incondicional. Tal vez porque el incondicional es aquel que jamás se cuestiona nada acerca de sus mitos. Al incondicional no le cabe la menor duda. Ninguna de estas dos anomalías –sagrada palabra- tendrán cabida entre el rebaño de diletantes, adeptos al producto de cartón piedra, dueño y señor de escaparates, supermercados y rebajas de saldo.

sábado, 3 de abril de 2010

DIARIOS DE CABEZA DE PERRO

UN BUEN MATERIAL

Ese es el primer pensamiento, la primera idea que se me viene a la mente cuando estoy sumergido en las páginas de este libro “La soledad de los números primos” de Paolo Giordano. Y lo es por razones, a mi parecer, bastante obvias. La idea de construir una novela por medio de dos historias paralelas que se cruzan y se alejan, se unen y se bifurcan como senderos que recorren praderas y colinas, montañas y cauces, es cuando menos una estrategia bien planteada. El planteamiento que sustenta los hechos no deja de parecerme un acierto, sobre todo cuando se adivina una firmeza en aquellos requiebros temporales, ese tipo de juegos que eluden la narración lineal –del pasado al futuro- que resultan algo más que efectivos para evitar que la dinámica tradicional adormezca la lectura y la convierta en algo previsible. Algo tan encomiable como la capacidad de crear personajes imperfectos, cuyos errores no solo humanizan al sujeto imaginario sino que además, sirve como motor de desarrollo para el verdadero sentido de la novela: la continua e inexorable frustración del destino.
Ahora bien, he aquí, en el manejo de estos caminos sinuosos que discurren de forma irregular e incluso zigzagueante, donde la mano del autor ha sido mordida por su propia inexperiencia. Con un material impecable, con unas ideas aparentemente claras, el escritor deja pasar la oportunidad de colarse en el espíritu de sus dos protagonistas. En este caso nada es producto del azar. La ocasión se desperdicia por un error muy simple, aunque bastante esclarecedor: Giordano opta voluntariamente por narrar en tercera persona, por intentar adentrarse en cada uno de los sujetos partiendo desde una imposible objetividad. Y he aquí que un joven y talentoso novelista –seguramente llamado al éxito editorial- culmina verdaderos alardes de descriptividad que, incluso pareciendo asombrosos, se recrean en las sensaciones físicas, y que, en algunos casos llegan a pesar hasta el punto de difuminar la tensión narrativa. Así, resulta perturbador que en medio de esas galas descriptivas de gestos y sensaciones, de amaneceres y relaciones sociales, ha quedado en el tintero el amplio y profundo universo de los sentimientos y las razones. La intensidad narrativa nada tiene que ver con el argumento. Pero la trama no es aquí lo esencial, no es esa la razón que mueve al escritor, no a este escritor en concreto. Se trataba de jugar con los hechos y conducir la lectura con sabiduría y elegancia, manipular la inteligencia del sujeto pasivo y establecer una complicidad, un juego de intenciones e intereses. El autor sabe que el argumento es un material de base –lo sabe perfectamente, eso es indiscutible- que sólo se puede concluir con acierto por medio del cómo y no del qué. Argumentos hay unos cuantos, no tantos como algunos se imaginan, por eso, para que la construcción empiece a dar resultados, existe una combinatoria probablemente infinita y una sabiduría absolutamente necesaria para colocar las piezas con acierto. Una combinatoria, no sólo de palabras y hechos, sino esencialmente de ideas.
La elección del autor por el campo de los amores difíciles –o tal vez imposibles- no deja de ser un acierto. Se le anticiparon otros autores, muchos, y algunos con mayor pericia, cosa que suele suceder muy a menudo. Si se me permite la licencia extraliteraria, no he podido evitar sentirme invadido por el recuerdo de aquella maravilla cinematográfica, “Deseando amar” de Wong Kar- Wai, en la que los personajes principales no albergan la menor duda de sus sentimientos, pero son insistentemente incapaces de hacerlos realidad. Nadie que haya paladeado esa cinta plena de limpieza y originalmente estética, sería capaz de discutir sobre el asombroso estilo de su autor. Nadie (afortunados los sentidos que la gozaron) quedó indiferente después de vivir ese sublime momento.
Y sin embargo, sigo creyendo –siempre bajo la sombra de una duda razonable- que el autor ha sabido elucubrar un buen material y ha trabajado en él con absoluta fe en sí mismo. A mi modo de ver, esa fe en sí mismo, es la razón por la cual el material se ha quedado en eso, y no en un verdadero logro. Supongamos que, una vez terminado el manuscrito en la forma y extensión que ahora se publica, el autor hubiera sentido esa duda necesaria que ha de sentir un escritor cuando acaba de iniciar su andadura. Supongamos que, en lugar de haber remitido una copia a tal certamen o a tal editorial, hubiera tenido la suficiente lucidez de guardarlo en un cajón y dejar pasar los años; años de lectura y escritura, años de experiencia a fin de cuentas. Puede, tal vez, quizá, probablemente, aunque nada es seguro, que ese otro Giordano con unos años más de vida y vivencias, hubiera abierto el hipotético cajón, releído el manuscrito y comprendido que con ese mismo material todavía se podría conseguir una novela redonda. Ahora comprendería que en el campo de la narración extensa, lo de la perfección es sólo un mito, pero tal vez, probablemente, quizá, por qué no, habría llegado a comprender esas palabras de Beckett. “Todo de antes, Nada más jamás. Jamás probar. Jamás Fracasar: Da igual. Prueba otra vez, Fracasa otra vez. FRACASA MEJOR”. Y entonces, como poseído por una fuerza interior, segura y escéptica al unísono, habría retomado aquel borrador y lo habría convertido en una novela plena de sentimientos, pensamientos e ideas.
Claro que eso es sólo una conjetura.

sábado, 20 de marzo de 2010

EUROPA

Uno, que siempre se ha quejado de las muchas lacras que azotan y azotarán a su pueblo, no tiene más remedio que reconocer que hay una cuestión donde el andaluz podría ser digno de reconocimiento. Pues sí, damas y caballeros, el andaluz tiene una virtud –contando con que lo que algunos ven como una virtud es contemplado por otros como una tacha- pero además es una de esas raras cualidades que nadie ha discutido hasta ahora. Veamos. Frente a las grandes problemáticas filosófico-culturales que llevan gangrenando Europa desde la noche de los tiempos en torno a la identidad nacional de cada pueblo, algunas de las cuales, justo es decirlo, suelen resolverse con alardes de folclore y pamplinas varias; resulta que el andaluz nunca se ha preocupado por su identidad, por el hecho de pertenecer a un grupo homogéneo donde reconocerse como miembro de tal sociedad o forma de pensar. Esto tiene una fácil explicación: en primer lugar, los andaluces jamás han sido homogéneos en nada, ni siquiera en el habla, y mucho menos en las costumbres. Pretender que un habitante de Mecina Bombarón pueda hacer patria con otro de Segura de la Sierra, es poco menos que menospreciar la inteligencia.
En segundo lugar, tendríamos que aclarar que el andaluz nunca ha necesitado sentirse como tal, sencillamente porque lo es. Cuando uno es, ¿para qué precisa perder el tiempo en intentar comprender un hecho inevitable? Eso, a mi entender, es una cuestión de azar. Se nace donde se nace, y por tanto se es, más allá de las cuestiones de voluntad o simpatías. Nos podemos gustar más o menos tal como somos, pero nunca podríamos negar lo que somos. Por tanto: nacemos como nacemos, respiramos una forma de ser (o más bien unas cuantas formas de ser más o menos parecidas) y no hay más que contar. Ni falta que hacen las banderas, ni falta que hacen los himnos, ni falta que hacen las romerías y las ferias. Esto tiene su parte buena, porque cuando uno es algo sin necesidad de experimentar alardes patrióticos, queda descartado que se nos ocurra ir a hacer la guerra por la patria, o por los intereses de algún patriota.
Los pitagóricos lo explicaban de una forma deliciosamente poética, aunque a la postre resultara de escasa entidad científica. Cada planeta del universo recorre su correspondiente órbita a una velocidad de miles de kilómetros por hora, de manera que cada uno emite un zumbido, como el que emite una flecha al cortar el aire, pero en función de su tamaño. Digamos que cada uno de esos zumbidos planetarios se corresponde con una nota musical (probablemente algo grave) y que todos esas notas componen un inmenso acorde, como si pulsáramos al mismo tiempo todos los pedales de un gran órgano barroco pero, claro está, un órgano del tamaño del universo. El caso es que todos nacemos y vivimos sumergidos en ese acorde, pero no lo percibimos, porque desde que habitamos en el vientre de nuestra madre, el acorde universal está ahí, en todas partes y en todas las dimensiones, y nuestros oídos se acostumbran a él hasta el punto de convertirlo en aparente silencio. Está ahí pero no lo sentimos. Es sin necesidad de ser percibido. Existe aunque nuestros sentidos no se percaten de su verdad.
Hay quien dice que la existencia de Europa como un todo, como una sola nación, va a ser una de las mayores utopías de nuestra era. Razones no le faltan, pues la pretensión de meter a esta abigarrada cuna de occidente en un mismo barco, con la enorme diversidad que hay contenida en el viejo continente, resulta lo más parecido a enviar una nave tripulada al sol –aunque se intente de noche- o creer en un futuro sin guerras, sin hambre y sin ordinariez. Tal vez por ese motivo, esto de la Unión Europea atufe demasiado a interés económico, a mercadomanía y bancocracia, y poco o nada a cuestiones culturales y estructurales.
Razón de más para darse por vencido si un foráneo nos pregunta qué nos identifica a los europeos con respecto al resto del mundo. Porque un musulmán, podría decir que el Islam, con todas sus variedades y sus diferentes formas de contemplar el mismo texto, ha creado una identidad supranacional, una cierta cultura, eficazmente diferenciada de aquello que no lo es. Yo puntualizaría que el Islam no es tan unitario como unos creen y otros pretenden. Y si no que alguien trate de convencer a un sufí de que tiene que practicar la yihad o guerra santa. Y sufíes hay a millones.
Pero este no es el tema, la cuestión es encontrar si hay algo que identifique a los europeos como tales, si existe algún símbolo, alguna razón por la cual podamos sentir una experiencia común. Y mira tú por donde, cuando ya estaba convencido de que esto de Europa no tenía mucha sustancia, de que hace tiempo que nos hemos olvidado de Sócrates y de la escuela de Atenas, me acuerdo de algo que ningún otro pueblo más que el Europeo, puede o debería entender como signo de identidad. Todos los europeos nacemos bajo ese acorde universal del que hablaban los pitagóricos, y creemos que no está ahí, hasta que volvemos a escucharlo, a sentirlo como algo intrínsecamente nuestro, como algo de lo que podemos enorgullecernos. Los europeos tenemos la Novena Sinfonía de Beethoven, tenemos algo mucho más que una patria, un himno o una bandera, aunque la mayor parte de nosotros no sepamos percibirla, aunque muchos de nosotros vivamos en una sordera menos orgánica que la del compositor, pero mucho más emocional. Podría decir incluso, que el hecho de que Beethoven compusiera la Novena Sinfonía cuando ya estaba completamente sordo, es la más grande de las metáforas sobre la condición europea. Y diría más; esa cosa nuestra, ese excepcional acto de grandeza humana, ha sido capaz de traspasar las fronteras del fanatismo y la tontería patriotera. NUESTRA Novena Sinfonía, es amada y sentida en Johannesburgo, en Philadelphia, en Santiago de Chile, en Kyoto, en Beijing, y seguirá por muchos años demostrando que, aunque sea de forma excepcional, el hombre también es capaz de crear cosas sublimes.
Y créanme si les digo que, aunque parezca poco, muy poco o casi nada, que nuestro único signo de identidad se encuentre entre las notas del Himno a la Alegría; haber nacido bajo el signo de esa música celestial, y ser capaz de derramar una sola lágrima cuando ese acorde universal nos atrapa, nos muerde y nos zarandea, es mucho más grande que la más grande de las victorias.
Larga vida a La Novena.

domingo, 7 de marzo de 2010

EL ALCANFORADO PERFUME DE LAS TOGAS

Decía nuestro añoradísimo don Plácido Fernández Viagas algo así como que con la mentalidad que tenían sus señorías en los primeros años de la democracia no se podía construir un estado de derecho. Hoy, aquellas togas de perfume alcanforado, no sólo siguen ahí, sino que además ocupan altos cargos del presunto poder judicial, y desde allí, orquestan o participan en la persecución y desprestigio de un ilustre compañero, el juez estrella por excelencia: don Baltasar Garzón Real. Lo de juez estrella, debe venirle porque, frente a la inacción de unos cuantos mediocres –los que ahora mismo se empeñan en hundir al jiennense- este magistrado estuvo implicado en los siguientes delitos:
1. Descabezar, encarcelar y hundir a los más ilustres capos del narcotráfico gallego.
2. Descabezar, encarcelar y hundir a los más sanguinarios capos de la mafia etarra.
3. Descabezar, encarcelar y hundir a unos cuantos corruptos de la política española, fueren del partido que fueren. Por supuesto no a todos. La mayoría de los políticos corruptos siguen luciendo sus trajes de seismil euros amparados por la impunidad que les otorgan sus jueces amigos.
4. Cursar una orden de extradición contra ese cándido abuelito, de nombre don Augusto Pinochet, que el estado español se ocupó de desbaratar mediante subterfugios poco menos que delirantes. En este caso tengo que decir que, como contribuyente, no me hubiera importado pagar mi parte del alojamiento carcelario de tan ilustre estadista.
5. Encausar a varios genocidas del cono sur americano. Que parece poco, pero que sin lugar a dudas ha sido el motivo de que ahora mismo estén siendo juzgados los asesinos de la peor calaña que pisan el suelo argentino. Esa frivolité de don Baltasar ha sido el detonante para reventar la vergonzosa Ley de la obediencia debida, que proporcionó a los torturadores la posibilidad de pasear alegremente por las calles de Buenos Aires, cruzarse con algunas de sus víctimas (los que aún sobreviven) y hasta reírse en sus aterrorizadas caras.
6. Abrir judicialmente el proceso que faltaba en la historia de España: el intento (tardío pero honorable) de hacer justicia sobre las decenas de miles de asesinatos que se practicaron impunemente durante la gloriosa, incontestable e imborrable presencia del nacionalcatolicismo.
En una fosa de Málaga, acaban de exhumarse 2.838 fusilados -un número anecdótico si no fuera porque hace algunos años cada uno de esos esqueletos tenía vida, amores y proyectos- que nunca tendrán derecho a la tutela judicial efectiva. Tengo que aclarar que sin ese principio, no existe estado de derecho, no hay democracia y todo lo demás son puras pamplinas. Sin una justicia independiente puede haber un remedo de democracia, e incluso una democracia light, descafeinada o sin el correspondiente colesterol, como es el caso, pero nunca un verdadero estado de derecho.
La persecución a Garzón evidencia dos realidades impropias de una nación que se llama a sí misma democrática: en primer lugar, hay un amplio sector en la judicatura y en la política española muy interesado en ocultar los episodios más violentos de la dictadura del general Franco. Alegan estos sectores que durante la contienda nacional hubo crímenes por parte de ambos bandos. Cierto. Pero una historia bien escrita debería hacer el recuento de atrocidades y mostrarlas a los estudiantes en los colegios, con el utópico objetivo de que nunca más se repitan. Una Historia con mayúsculas debe llamar a las cosas por su nombre, hablar de genocidio cuando el término sea verazmente comprobado. Lo que nunca podrán negar estos sectores de la derecha cavernaria es que en el recuento final de víctimas de uno y otro bando, el vencedor ganó por aplastante goleada.
En segundo lugar, y siguiendo con el mismo sector jurídico-político (que es lo mismo) se intenta –e incluso se consigue- cubrir de humo el último caso de corrupción política, la llamada trama Gürtel, planteando una paradoja que no podría resolver ni el mismísimo Einstein. El –presunto- promotor principal de la trama, Correa, se persona como acusación particular contra el magistrado que le ha dado alojamiento en ese sitio que algunos quisiéramos sirviera para reinsertar en la sociedad a los amigos de lo ajeno e incluso a los desposeídos de valores éticos. Correa acusa a Garzón de ordenar escuchas ilegales (aprobadas por el Ministerio Fiscal) mediante las cuales se destapa una red de corrupción que salpica a unos cuantos notables de la política española. Correa, ese miembro ejemplar de nuestra economía y nuestro progreso, puede y quiere inhabilitar a Garzón. Alucinante, ¿no creen?
A Garzón le buscan las cosquillas desde que ordenó archivar un procedimiento contra el Banco de Santander. Se dice que hubo intercambio de favores y que el juez solicitó financiación para los cursos en los que participó durante su año sabático. Pues resulta que esos fondos, según documentación certificada, fueron solicitados por el “Centro Rey Juan Carlos I” y no por el acusado. Y que, muy a pesar mío, la causa que se abrió contra el Banco de Santander carecía de fundamentación jurídica por los cuatro costados. Si es que, con la Ley Hipotecaria en la mano, la banca es prácticamente intratable. ¿Han leído ustedes el auto de archivo? Menester sería. Algún que otro jurista de reconocido prestigio opina que tal resolución es impecable.
A Garzón se le pueden reprochar unos cuantos errores, como aquel intento suyo de comprometerse políticamente, tal vez con buena intención, pero también con un exceso de protagonismo. Ahora bien ¿se le puede acusar de llamar a las cámaras de televisión para retransmitir sus entradas y salidas en la sede de la Audiencia Nacional? ¿Es él quien avisa a los telediarios para que se dé difusión a unas resoluciones que deben ser públicas por ley? ¿Hace Garzón el mismo uso de los micrófonos que Rajoy o Zapatero? ¿Acaso no es más cierto que con su persecución a todos los sectores corruptos de la clase política, él mismo se ha cerrado las puertas para presidir la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo, o el Constitucional? ¿Dónde está entonces su pretendida ambición?
Lo que toda esta cortina de humo pretende tapar es algo de una gravedad extrema. Lapidar –metafísicamente hablando- al juez Garzón es lo más parecido a reventar nuestro estado de derecho.
Estas togas perfumadas de alcanfor, elevadas sobre ese estrado que les separa del pueblo, se están quitando ese pedacito de ciudadanía que representa el Juez Garzón, y que, de sentarse como vocal en un órgano de gobierno, sería un verdadero incordio para sus encorsetadas señorías.
Y ahora, ya pueden insultarme a placer, o también pueden suscribir como otros tantos, todos los manifiestos de apoyo a don Baltasar Garzón Real, o sin ir más lejos, refrendar la candidatura de nuestro conciudadano al Premio Sajarov de la Cámara Europea, o tal vez celebrar y congratularse de que el estado alemán concediera el prestigioso galardón Hermann Kesten 2009, al denostado juez, por su defensa de los derechos humanos.
Yo me voy a quedar con esta imagen del juez Garzón: un niño rebelde que pedalea sobre su bicicleta en dirección contraria, en medio de esa avenida desvencijada y triste cuyo nombre es Administración de Injusticia.

lunes, 1 de marzo de 2010

Diarios de Cabezadeperro 4

RUIDO


Nos hemos acostumbrado a todo en este nuevo mundo, sin apenas darnos cuenta de que lo que hoy es nuevo, dentro de unos días se convertirá en puro deshecho. Ahora hay tantos tipos pintorescos que uno puede escandalizar a los demás a pesar de ser completamente mediocre. Nos hemos acostumbrado a la suciedad y las paredes descarnadas, a que esté normalizado ponerle Mélody a una chiquilla, a que todo sea tan kitsch que ya nada resulte chirriante.
Y no pasa nada. Nadie, aparte de algún que otro recalcitrante, protesta por lo que es más que evidente. Lo que hay es lo que hay, válgame la repugnancia.
Estamos tan acostumbrados al ruido que en seguida hay mentes lúcidas que se rasgan las vestiduras cuando la propietaria de un ruidoso bar es condenada a varios años de prisión. Esas mentes bienpensantes no se preocuparon de visitar a los vecinos afectados durante años y años por el ruido del populoso establecimiento. En estos momentos hay miles de afectados por el ruido imperante que han abandonado esas casas que pagaron con el sudor de su frente y se han marchado a otro lado. Mientras tanto, el típico marchoso del sacrosanto botellón opina al respecto con orgullosa risita: a joderse toca.
He tenido que cambiar de configuración mi propia casa. No puedo dormir en el dormitorio sino en un cuarto algo más aislado, aunque uno nunca se aísle del vecino de arriba, que suele ser un personaje que no atiende a razones, y que sólo reacciona cuando se le agarra de las solapas y le muestras los colmillos.
En nuestro amado país es común entre los individuos la incapacidad de colocarse en el lugar del prójimo. Nos da igual lo que sientan los demás, y nos importa una mierda el derecho al descanso del que trabaja y tiene que madrugar para ganarse la vida.
Todo eso tiene sus consecuencias. En cualquier sitio de Europa donde tengas un familiar o amigo, éste te confesará que los españoles somos conocidos por dos aspectos: somos paticortos y gritones -de nuestra falta de sensibilidad con los animales, ni hablamos- De este par de ¿tópicos? podemos encontrar razón en los escritos de Washington Irving durante su estancia en la España del S. XIX, que Gerald Brenan corrobora a principios del S. XX. Tampoco era necesario recurrir a los presuntos prejuicios de los intelectuales extranjeros; nos bastaba con haber leído a Larra para vernos tal y como somos. No es una teoría; basta con salir fuera de las batuecas y entrar en un museo, para comprobar que si hay alguien que desentona alzando la voz por encima de la media, será generalmente español o italiano.
Poco sabemos sobre el origen de tan ramplona costumbre –me refiero a la de generar más ruido del aconsejable- pero me imagino que puede estar en ese tipo de comentarista deportivo radiofónico que probablemente esté convencido de que, narrando la épica atlética a gritos, le va a dar más emoción a la cosa.
Chacotas aparte, lo más triste de la cuestión es que apenas conocemos nada del silencio; ni siquiera nos damos cuenta de la necesidad que tenemos de él. Nos da miedo el silencio, como si estuviese emparentado con la muerte, y no con el pensamiento, con los sueños. Porque necesitamos el silencio para soñar, para reflexionar y para recuperar nuestra capacidad de ser personas. Sin el silencio no podríamos escucharnos los unos a los otros, y lo más preocupante, sin el más absoluto de lo silencios, resultaría imposible dejarse llevar por la música a esos otros universos que permanecen latentes en el interior de nuestro espíritu.
Precisamos del silencio para vivir. Necesitamos incluirlo en la lista de prioridades para el primer día del resto de nuestras vidas.

lunes, 22 de febrero de 2010

Diarios de Cabezadeperro 3

¿Puede un poema contener al mismo tiempo la emoción más sublime y el más devastador de los dolores? ¿Existe una posibilidad, por muy remota que parezca, de pintar de un solo trazo toda la plenitud expresiva del hombre?
La respuesta es sencilla. El poema en forma de película llamado “El solista” contiene aquello que Shakespeare entendía sobre la condición humana: una mezcla inseparable de lo sublime y lo perverso, un campo de batalla para el inseparable matrimonio entre Eros y Tánatos.

Todo el dolor del mundo habita en la cabeza de un hombre dotado de un talento insólito, tocado por el destino para entender el espíritu de la música y ayudar a crear instantes de belleza irrepetible. Y junto con el don celestial del músico, inseparablemente unido a él: surge la esquizofrenia, las voces que reverberan en el interior del cerebro torturando una y otra vez, incansables e insomnes, al hombre que se suponía bendecido por la mano de dios.
Todo el dolor del mundo sobrevive en las calles más crueles de La Tierra de la Abundancia , al pie de los rascacielos, donde los dementes, los desposeídos y los condenados al olvido, pelean cada día por un trozo de acera donde dormir. En el inframundo de Los Angeles, nuestro genial esquizofrénico convive con enormes ratas y 90.000 habitantes de los sótanos del infierno, o lo que es lo mismo: en medio de la calle más perra de todas las putas calles.

Para muchos folicularios de gacetilla, “El solista” tendrá todas esas lacras que, siendo veraces, no son más que desajustes con su elevadísimo criterio o su gusto particular. Generalmente, este tipo de criaturas, amantes del adjetivo fácil y la espectacularidad digital, suelen tener dificultad para percibir lo sublime, aclimatados como están a las emociones rimbombantes y a la truculencia tridimensional. Por una parte es una verdadera desgracia que un crítico sea capaz de destrozar injustamente el enorme trabajo que significa poner en pie una buena película, pero por otro lado deberíamos felicitarnos porque estos personajillos sean incapaces de hacer cine. Para eso hay que tener talento.

sábado, 20 de febrero de 2010

Diarios de Cabezadeperro 2

Pensemos en la apatía.
La apatía puede ser, según se mire, un don o una rémora. Ahora es una virtud social, una cualidad digna de encomio, porque hoy la mirada es incapaz de percibir los matices, está enfocada para el discurso aprendido, no para las ideas. Somos parte de un subconjunto de incondicionales de esto o aquello, de células ajenas a la duda.
Nuestra apatía nos ha robado la capacidad de aceptar la complejidad de la que estamos hechos. Por eso tendemos a simplificar todo cuanto nos rodea; por eso y porque el pensamiento simple siempre ha gozado de éxito. Cuando más sencillo sea el mensaje, más aceptación tiene entre las masas. El gran éxito del nacionalsocialismo fue la simplicidad de su mensaje: nuestra nación es demasiado grande para tan poco espacio, por lo que se hace imprescindible ir comiendo terreno a los vecinos. La idea es simple, como la mayoría de las ideologías.
Y en esa línea, la ideología vendría a ser algo así como la no necesidad de tener criterio, ¿para qué? si ya tenemos adoptada una doctrina bien perfilada por los ideólogos de nuestro amado partido.
Ya podemos volver a instalarnos en nuestra cómoda apatía.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Diarios de Cabezadeperro

Mal empezamos el día. Anoche estuve escudriñando algunos artículos acerca del principio de incertidumbre y como consecuencia tuve una pesadilla de lo más incierta. Por la mañana me desayuno una entrevista con un crítico literario (cuyo nombre olvidé al poco de digerir aquella sopa de letras) en la que se reconocía deudor de Franz Kafka.
Según parece, uno de los grandes ¿¡descubrimientos!? de la crítica literaria en la segunda mitad del siglo XX, fue la asombrosa influencia de la obra de Kafka en los autores contemporáneos. Una idea sorprendente, partiendo de la base de que el primer gran heredero del legado kafkiano, Samuel Beckett, fue capaz de estirar la prosa hasta límites que rara vez volverían a rebasarse. El caso de Beckett no es único pero indudablemente resulta el más notorio hasta el momento. Por supuesto, dentro de la apuesta por una literatura como campo de expansión del pensamiento y del estilo, dentro de una idea de lo escrito como experiencia única e insobornable, nos queda la enorme e ignorada obra de Witold Gombrowitcz, el valeroso DeLillo, y las generosas aportaciones de Djuna Barnes, Vila-Matas, Goytisolo, Perec, y probablemente algunas docenas de talentos inéditos. Teniendo en cuenta por donde van los tiros en el mercado editorial, apostaría un buen gripazo a que debe haber por ahí verdaderos genios inéditos.
Lo que sorprende es que todavía resulte una rareza lo de escarbar en el antes. ¿Existió el síndrome Kafka antes de Kafka? Porque, seamos rigurosos, la genialidad no surge por generación espontánea. Ciertamente, sería inimaginable la obra del checo sin el precedente de Melville y su Bartleby, y menos aún sin ese lugar extravagante que fue el instituto Benjamenta, mitológico santuario del Jacob von Gunten. Al igual que somos lo que comemos, porque estamos hechos de lo que nuestro organismo fagocita y sintetiza, no es menos cierto que el escritor es en gran medida lo que ha leído. La diferencia entre la mediocridad y el talento consiste en que el talentoso ha leído libros mediocres y ha sabido olvidarse con facilidad de ellos. Murakami cita con asiduidad a Kafka, pero en su literatura, apenas reluce la influencia kafkiana. Kafka es citado como el que muestra las fotografías de esos lugares donde ha practicado el superficial entretenimiento del turismo: con buenas dosis de prejuicios y elevado desconocimiento del medio.
A la vista del panorama, la influencia de los grandes escritores ha sido poco menos que anecdótica. Quién se atrevería a fecha de hoy, a someter al lenguaje más allá de su propia coherencia, más allá de la funcionalidad descarnada con que se escriben los complacientes éxitos editoriales cuyo principal mérito es reproducir por enésima vez los valores literarios decimonónicos. La teta de Balzac, en su ingenua pretensión de representar la realidad desde un punto de vista objetivo –cosas más delirantes se han visto- sigue dando de mamar a los grandes vendedores de argumentos.
Y mientras tanto, el lector medio ha perdido ese afán de aventura que le llevaba a rebuscar en librerías y bibliotecas en busca de un peldaño más en su viaje sin retorno. El mercado es reacio al talento. Ahora todo el mundo tiene que leer el mismo libro, aunque el engendro de turno suela contener un número indeterminado de clichés, lugares comunes, malversaciones líricas y finales triunfales.
Si ahora va a resultar que leer literatura se ha convertido en un ejercicio de pedantería elitista.
¡Oh, acojonante!

lunes, 15 de febrero de 2010

I


Esta noche
quiero que te pongas ese camisón que tanto me gusta;
el de seda ocre que te regaló tu madre,
aquel cuya caricia
hace evocar la piel de los melocotones.
Ese, cuyo perfume;
un aroma cálido de almíbar,
enciende el firmamento bajo nuestro techo.

Esta noche
quiero que te vistas con las dunas,
que yo me encargaré de cabalgar tus sombras
con los ojos ebrios del delirio
y las manos sembradas de azucenas.


II

Esta fruta que ofrezco a tu boca
es la flor del amor inflamable.
Fresón de dulce anís,
árbol del merengue,
mazorca de la pasión.

Esta miel que derramo en tus labios
tiene el gusto sabroso de la ambrosía,
la textura del mango
y el aroma de sublime de las Perseidas.

Esta espuma de mar que florece en tu lengua,
este inerte delirio que precede a la calma;
esta savia esquivada a tu vientre;
es el vívido sudor que palpita en las lonjas,
es el pulso que muerde los pechos de las adolescentes,
es el canto que emiten los guijarros de la playa
es la tímida brisa que exhalan las faldas,
es la lluvia argentina de tus lágrimas.

domingo, 14 de febrero de 2010

VACAS SAGRADAS

¿Estoy escribiendo en un medio de masas, o tal vez me encuentro en medio de un medio de masas, escribiendo para una minoría? En ese último caso, se daría la paradoja de que estoy usando un mass media para comunicarme con unos pocos, lo cual no deja de ser un curioso acto de elitismo. Un hecho pretencioso sin duda; como intentar afinar la voz en un karaoke.
No se puede negar a los medios de masas su intachable capacidad de para evidenciar el creciente grado de mal gusto y ramplonería que invade nuestra sociedad. Hasta tal punto son eficaces que gracias a ellos hemos asumido que el horterismo, la ordinariez y la indolencia son hoy unos valores en alza. No es generalizado, por supuesto, pero sí es un hecho innegable. El problema, si lo podemos llamar así, no está en los medios, sino en una audiencia entregada al cretinismo sin fronteras. La estulticia es algo más que una moda: es el estado natural de la audiencia. Pero ¿quién tiene la responsabilidad de este predominio de una masa acrítica sobre cualquier forma de ir un paso más allá? Una pregunta, en mi opinión, de las que habría que dejar inertes.
La influencia de lo mercantil ha llegado a tal extremo que la literatura, un terreno que parecía fuera del alcance de este Mefistófeles de lo banal, se ha banalizado hasta el punto de no ser un fin en si misma, sino un medio para llegar a la pantalla. Escribir literatura es por el momento una anomalía, frente a la exigencia de perpetrar meros guiones de cine o televisión o, al fin, para ese universo insondable que son las descargas digitales.
En ese terreno, en el de la no-literatura, o el puro argumento como forma de entretenimiento, hay siempre unas cuantas vacas sagradas que acaparan la atención de los lectores y se agolpan en las estanterías de los centros comerciales. Los medios de masas han logrado eliminar todo rastro de literatura del mercado gracias a esas vacas sagradas de la no-literatura, cuya cualidad esencial es la de tener las ubres colmadas de mala leche. Y para darle salida a tanto excedente de vitriolo, los medios de masas completan su círculo cerrado con los folletines dominicales, donde las vacas sagradas se despachan a diestro y siniestro, ensanchando hasta el infinito el inventario general de insultos y despropósitos.
Y en ese contexto; ¿quién escribe para ser leído? Pues los hay. Los hay en la misma medida que existen lectores que siguen anteponiendo el placer de leer a otro tipo de bagatelas. Mientras exista la palabra, habrá quien prefiera ejercer su derecho a imaginar, por encima de los sueños prefabricados. Una palabra es capaz de generar un número infinito de imágenes, de sabores, olores, y emociones. Hay palabras que por sí solas son poemas. Lo cual no quiere significar que no existan imágenes capaces de emocionar. Nada más lejos de mi intención. Lo que quiero decir es que el imperio de la imagen, como buen imperio, es un hecho invasivo, una criatura parida por el hombre, y por tanto capaz de lo sublime y de lo perverso. La imagen por sí misma no ha robado nada, pero quienes la usan como negocio han sabido provocar una marginación del pensamiento, un menosprecio de la inteligencia. El hecho de narrar un cuento, con sencillas palabras, y los mecanismos que éste desencadena frente al poder exterminador de la imaginación que ejercitan los dibujos animados, es algo más que discutido y ensayado por pedagogos, psicólogos, educadores y, cómo no, escritores.
Y ahí viene nuestro dilema: ¿escribimos para adaptarnos a la pantalla o seguimos creyendo en la literatura? Lo segundo parece más bien una cuestión de fe, pero a estas alturas de nuestra civilización es lo que hay. Si seguimos creyendo en la literatura tendremos que atenernos a las consecuencias. No hay más que echar una ojeada a los foros de lectura para caer en la cuenta de que los medios de masas han hecho bien su trabajo: se lee lo que el mercado impone, y al mercado rara vez le interesa la literatura.
Y aún así, sigue y seguirá existiendo ese instante mágico en que un lector, tal vez aislado del bombardeo mediático, descubre por su propia cuenta que hay una literatura más allá del marketing, y que esa literatura no es ni mucho menos elitista, es sencillamente inteligente. Y la inteligencia es una aspiración al alcance de todo individuo que crea en sí mismo, que mantenga intacta esa curiosidad por aquello que existe a la vuelta de la esquina, aparentemente invisible pero ontológicamente verdadero.
Existe, aunque nadie parezca advertirlo, un tipo de lector que no se deja engañar por la melaza del mercado. Un lector que se sumerge en la aventura de buscar con auténtico criterio y con rebelde independencia. Pues sí, leer literatura es un acto de rebeldía, frente a un orden global que aplasta la voluntad del individuo con el imperativo de lo que hay que leer. Les aseguro que ese tipo de lector al que me refiero suele tener un sentido de la estética altamente contagioso. El virus del buen gusto ataca hasta en las mejores familias.
La literatura no es un hecho cultural concebido para uso y disfrute de unos cuantos pedantes, -eso no es más que una falacia tan burda como intencionada- la literatura, igual que la música, es un derecho, un placer y un lujo al alcance de millones de seres humanos. Les ruego que no confundan lo literario con esos libros escritos para crear negocio. Siempre han existido los llamados best-sellers, objetos que crearon enormes revuelos, se vendieron por toneladas, y luego desaparecieron de la memoria. Y siempre ha existido la literatura, ese vicio malsano que ha sobrevivido a los tiempos y a los mercados. Recuerden que hubo una vez un escritor que fue capaz de crear una obra de arte haciendo una parodia de los libros de caballería, que eran ni más ni menos que la misma cosa que nuestros idolatrados best-sellers; amasijos de entretenimiento en estado puro, de argumento sin pensamiento, de aventura sin valor, o con ideales torpes y trasnochados.
Y en este estado de cosas, disparatando como estoy, diré que lo de vender poco es ya un acto de coherencia, un ejercicio de idealismo en medio de tanto y tan plano realismo.

© Gärt