sábado, 17 de julio de 2021

PATERSON

 

Adam Driver es Paterson

Paterson vive en Paterson. No es un juego de palabras ni un verso de Gertrude Stein, sino la base argumental de la película Paterson de Jim Jarmush (2016). Y sí, Paterson es el nombre del protagonista y Paterson es la ciudad de Nueva Jersey donde áquel vive y trabaja conduciendo el autobús de urbano número 23.

La vida de Paterson está marcada por el mismo ritual diario, el mismo camino, los mismos gestos, los mismos recorridos y la misma calma. El argumento de la película de Jarmush podría resumirse en menos de sesenta segundos; todo en el relato sería un ejercicio de insignificancia si no fuera porque la mente de Paterson va componiendo poemas mientras conduce su viejo autobús. Y tampoco eso tendría nada especial, de no ser porque los versos de Paterson convierten lo cotidiano en un soplo de sensibilidad recóndita, lo ordinario en algo digno de ser apreciado, y lo sutil en objeto brillante. La poesía de Paterson no será admirada por muchos, porque no basa su emoción en la belleza sonora de las palabras ni en los arrebatos sentimentales, sino en la evocación de las emociones recónditas a través de las cosas sencillas, algo en lo que ya indagó Georges Perec, genial escritor que fue despreciado por quienes no entendieron su fijación por lo aparentemente elemental, por aquello que está ahí todos los días y cuya importancia nos pasa desapercibida precisamente por eso, porque lo percibimos continuamente -al igual que sucede con el acorde que emiten los planetas- y porque nuestros sentidos se acostumbran al estímulo quedando imposibilitados para darle acceso a nuestra sensibilidad.

Paterson ama y es amado por la encantadora mujer con la que vive. De esta manera, lo ordinario se convierte en extraordinario. Sin aspavientos ni exhibiciones románticas, la ternura es vivida con una serenidad envidiable. De nuevo hay algo insólito en lo cotidiano. 

Viajar con el flemático Paterson (en realidad tiene un cuajo que se lo pisa) por una mediocre ciudad de Nueva Jersey, podría parecer a priori una invitación al tedio, una contemplación de lo anodino. ¿Quién querría visitar Paterson teniendo al pocos kilómetros los fálicos cimborrios de Manhattan? Tal vez un (excepcional) turista japonés, un ser humano que respira la poesía de William Carlos Williams y que prefiere la experiencia interior al fatuo espectáculo de la grandilocuencia. 

Quizá, si por un momento dejáramos de contemplar la superficie del mar y nos zambulléramos para bucear en su interior, llegaríamos a entender el verdadero valor de lo insignificante. 

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