martes, 29 de septiembre de 2020

HOMONIMIAS

 


Compartir nombre con una celebridad no es plato de gusto para todo el mundo, mucho más para aquellos que aspiran asomarse al voluble balcón de la fama, y si ya sumamos algunas aspiraciones a eso que llamamos inmortalidad, mejor ni hablamos. Supongo que de ahí provienen los seudónimos y heterónimos con que muchos creadores han quedado inscritos en alguna que otra lápida.

Sucede a veces que grandes artistas y pensadores siguen usando su nombre y apellidos haciendo caso omiso de los comentarios sobre las homonimias, incluso a despecho de los chascarrillos del vulgo, ignorante de lo que supone una personalidad definida, ajena a este tipo de habladurías.

Caso interesante es el de John Williams y John Williams, ambos músicos aunque no del mismo país. Personalmente siento admiración por el menos famoso de los dos, el guitarrista, gran intérprete de los clásicos que, últimamente, acaba de registrar las suites de Bach para laúd, en (maravillosa) versión de guitarra. El John Williams australiano es uno de los más grandes guitarristas clásicos de los últimos decenios. Admirado por Andrés Segovia, Williams dejó su sello en aquella deliciosa Cavatina de Stanley Myers para la película El Cazador de Michael Cimino.

Del otro John Williams, compositor especializado en bandas sonoras tengo que decir que no es santo de mi devoción, por más que la fama le haya lanzado al estrellato hollywoodiense, sobre todo desde que pude leer compases y efectos plagiados a Gustav Holst en la banda sonora de Star Wars. Pero el cine es el cine, sobre todo si se trata de superproducciones, y la fama es una de esas tentaciones que pocos están dispuestos a rechazar.

Muchos recuerdan al genial actor galés Richard Burton, gran bebedor y marido intermitente de Elisabeth Taylor, pero no tantos conocen de la existencia de otro Richard Burton, aventurero y políglota que anduvo largos años buscando las fuentes del Nilo. Este Richard Francis Burton tuvo el honor y la audacia de traducir al inglés en primicia el Kama Sutra y los relatos de las Mil noches y una noche (1884) antes incluso de que Mardrus lo hiciera al francés.

El nombre de pila, más aún si el interesado consta en las listas de beatos y santos de la Iglesia Católica, puede dar lugar a confusión. Dos Teresas, santas, pensadoras, activistas y monjas han pasado a la historia por diferentes razones. La primera, nuestra ilustre poeta, mística y reformadora Santa Teresa de Ávila, es muy conocida por sus ínfulas fundadoras y por su ejemplar vida carente de lujos y comodidades. Lo que ahora vendría a ser Pepe Mújica, pero con sus éxtasis y su propensión a sufrir martirio (una afición como otra cualquiera). No lo consiguió, cosa que sí logró, muy a su pesar, Santa Teresa de la Cruz, monja polaca de origen judío, cuyo verdadero nombre era Edith Stein, gran filósofa y colaboradora de Husserl y feminista declarada que publicó entre otras obras Formación de la mujer y profesión de la mujer. A pesar de su conversión al cristianismo y posterior entrada en el convento del Monte Carmelo, fue detenida por la Gestapo y enviada al campo de exterminio de Auschwitz, donde fue asesinada una semana después.
Poco puedo decir sobre el poeta andaluz Gustavo Adolfo Bécquer que no conozcan los lectores, excepto que en los años ochenta del siglo pasado hubo otro Gustavo Adolfo Bécquer, saltador de altura, que tuvo la plusmarca española durante unos cuantos años y aún consta como uno de los mejores registros de todos los tiempos. Resulta curioso que hoy recordemos más al prolífico escritor que al atleta. Me pregunto si dentro de veinte o treinta años los forofos del balompié habrán olvidado a Maradona.

Tom Wolfe es escritor de fama y periodista, muy conocido por su novela La hoguera de las vanidades, y por sus impolutos trajes blancos, siempre muy almidonados, si bien no tengo claro si recortó su verdadero nombre, Thomas, para diferenciarse de Thomas Wolfe, una de las cumbres de la prosa norteamericana de quien Faulkner dijo que había sido el mejor escritor de su generación. La vida de Thomas Wolfe no pasó de los treinta y ocho años, aunque aprovechó el tiempo escribiendo grandiosas novelas como El ángel que nos mira ó Del tiempo y el río. Por supuesto es menos famoso que un Tom Wolfe mucho más mediático, aunque carente de estilo propio y ajeno al significado de la literatura, cosa normal en nuestros días, en que la mayor parte de los escritores no saben en qué consiste eso que pretenden hacer.

El conocido actor Steve McQueen, de vida breve e intensa, firmó magníficos papeles como El enemigo del pueblo ó su genial Papillón. Por su parte el director británico Steve McQueen ha realizado hasta ahora cuatro soberbios largometrajes de la talla de 12 años de esclavitud, Hunger, Shame y Viudas. Es uno de esos directores de quienes los aficionados al cine siempre esperamos impacientes una próxima película.

Recientemente ha empezado a adquirir merecida fama la actriz catalana Elena Martín, gracias a su honesta interpretación en Suc de Sindria, quien también ha dirigido la película Julia ist. Comparte nombre y apellido con la poeta granadina Elena Martín Vivaldi, esa misma que está inmortalizada en un banco de la avenida de la Constitución. La poesía de Elena Martín estará siempre unida a una de sus pasiones, los árboles, y vivirá (espero que muchos años) bajo la sombra de un Ginkgo Biloba en el jardín botánico de su ciudad.

Paco Ibáñez, cantautor y traductor estará eternamente unido a una generación, la del tardofranquismo y la transición, la generación contestataria que cambió la configuración de un país forzadamente conformista. De la misma época, el dibujante Francisco Ibáñez, nos embrujó con su Mortadelo y no menos con los caracteres de 13 Rue del Percebe. Las generaciones que crecimos con los tebeos de Mortadelo y Filemón, Superlopez, Rompetechos, Sacarino o los Trapisonda, podemos presumir de haber aprendido a vivir otras vidas, absurdas, delirantes e incluso cínicas, aparte de la que nos correspondía.

Ana Pastor, licenciada en medicina y ministra de sanidad y posteriormente de fomento con gobiernos del Partido Popular, comparte nombre y apellido con la periodista Ana Pastor, presentadora del famoso programa El objetivo, donde los políticos entrevistados no encontrarán complicidad amistosa por parte de una profesional con profundo sentido crítico. Como buena periodista de amplio recorrido por varios medios, su carrera es objeto de fuertes controversias y acusaciones que no concuerdan con galardones como el Premio Libertad de Expresión 2011, que le fue otorgado por la Asociación de la Prensa Nacional.

El famoso cantante de opereta Luis Mariano, galán de cine que embelesó a nuestras madres, a quien idolatro a pesar de que sus películas son hoy pasto del olvido, nunca imaginó que, años después, aparecería un guitarrista flamenco con ese mismo nombre. El gran poeta de la guitarra Luis Mariano Renedo, es a día de hoy uno de los grandes de la guitarra, no solo por su depurada técnica, sino también y, aquí es donde marca diferencias, por su capacidad expresiva, y su estilo inconfundible. La música del guitarrista Luis Mariano ha dado al flamenco una nueva dimensión, abriendo fuentes donde deberían beber las generaciones venideras de intérpretes.

Hay nombres que, por obvias razones, tienen el estigma del malditismo. Es sabido que, terminada la II Guerra Mundial, pocos padres alemanes bautizaron a sus hijos con el nombre de Adolf. Con los apellidos es más difícil lidiar. El doctor en filología germánica Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi -ese mismo que acuño la frase de "una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad", y que hoy es dogma muy apreciado por la mayor parte de la clase política- fue el organizador de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. Hasta entonces, en las ceremonias de imposición de medallas, se interpretaba el himno olímpico y no se alzaban banderas nacionales sino que ondeaba la de los cinco anillos, que era al fin y al cabo la de todos. Con Goebbels se impuso el culto al nacionalismo, haciendo sonar el himno del país del ganador e izando las tres banderas de los medallistas, desesperanzador rito que continúa hasta nuestros días y que nada tiene que ver con el espíritu olímpico que impulsó al barón Coubertin.

Por otro lado, el violinista Reinhart Goebel era ya un virtuoso de dicho instrumento cuando tuvo una lesión en la mano izquierda que solucionó adoptando un violín para zurdos y aprendiendo a tocar al contrario, esto es: con el arco en la mano izquierda y los dedos de la derecha en las cuerdas. Más tarde fundó la célebre orquesta Musica Antiqua de Colonia con la que ha registrado grabaciones históricas de música barroca. Es uno de los más reputados especialistas en la música de Bach, Telemann, Vivaldi y Pachelbel.

Reyes con el nombre de Carlos I, ha habido en Francia, Inglaterra, Bohemia... (sabe Dios cuántos poblaron el mapa europeo desde el medievo hasta el presente) pero solo uno tuvo al mismo tiempo el título imperial de Carlos V de Habsburgo. De las grandezas y bajezas del hijo de Juana I de Castilla hay mucha literatura escrita. Tal vez pudo ser este Carlos quien uniera a Europa en un solo mapa, aunque la cosa acabó más bien al contrario, separando a España del resto de las naciones y enemistando a los cristianos entre sí.

Sin subir a territorios tan elevados, el abajo firmante descubrió hace no pocos años que en Málaga hubo en el siglo XIX un pintor de origen alemán llamado José Gartner, que fue especialista en escenas marinas y batallas navales. Cuadros de gran violencia dramática donde las olas del mar parecen devorar grandes embarcaciones, como en el caso del lienzo llamado Destrucción de la Armada Invencible.

Todos tenemos algo que nos hace semejantes a otros y al mismo tiempo poseemos el don de ser únicos. Los grandes genios no necesitan de un nombre de pila para pasar a la historia por su obra creativa. El caso de Beethoven es quizá el más parecido al de un extraterrestre. Y esto sin contar con la ayuda de una fortísima personalidad. Sirva de ejemplo la anécdota del príncipe Lichnowsky, quien ordenó a Beethoven que tocara el piano para unos oficiales napoleónicos. Éste se negó -no olvidemos que Beethoven sentía declarada antipatía por Napoleón desde que se coronó emperador- y abandonó el palacio después de una violenta trifulca en la que el músico estuvo a punto de romper una silla en la cabeza del príncipe. El asunto terminó con aquella famosa carta que el genio de Bonn envió a Lichnowsky, cuyo texto rezaba más o menos así: “Príncipe, lo que usted es, lo es por azar y por nacimiento. Lo que yo soy, lo soy por mí mismo. Príncipes hay miles y los seguirán habiendo, pero Beethoven, sólo hay uno!”

P.S. He de aclarar que el Gartner de Málaga no fue pariente mío, pero por si acaso recorté mi apellido para que los amigos no se hicieran un lío con la pronunciación en alemán.

lunes, 27 de julio de 2020

LA TRILOGÍA DE BERLÍN

Mientras las redes sociales evidenciaban que el aburrimiento era el peor de los efectos secundarios -menos malo, evidentemente, que las muertes de coronavirus-  de la época del confinamiento, los que aún mantenemos la pasión por la lectura entregamos las largas horas de vacío (cuando las había) al noble vicio de vivir vidas ajenas. La suerte y el cariño dieron en mis manos con el primer volumen de la trilogía de novela gráfica "Berlín" del historietista norteamericano Jason Lutes. "Berlín: ciudad de piedras" era el primer y lujoso tomo que inauguraba una historia coral ambientada en la inmensa capital alemana durante los últimos años de la República de Weimar y el imparable ascenso del nazismo. El atractivo del contexto histórico, ya visitado por la soberbia película de Bob Fosse "Cabaret" (1972) y cuidadosamente analizada en la novela policíaca "Sombras sobre Berlín" de Volker Kutscher, y metamorfoseada a su vez en la magnífica serie de televisión "Babylon Berlín", une su magnetismo al profundo análisis social de una Alemania en decadencia económica que contrasta con la explosión artística y cultural, con el nacimiento de la Bauhaus, la eclosión de los grandes novelistas alemanes y la descarnada libertad de expresión de los deslumbrantes cabarets nocturnos donde se daban cita la burguesía progresista y los estudiantes de la Universidad Humboldt.
La vida en la ciudad alemana del final de los años veinte, es reflejada con toda su crudeza en la fantástica trilogía de Lutes, desde los devastadores efectos del desempleo y la ruina económica de la mayor parte de la sociedad, hasta las voraces aspiraciones de los plutócratas que acabaron encumbrando al Partido Nacionalsocialista, bajo la promesa de disponer de mano de obra completamente gratuita, cosa que se acabó cumpliendo de la forma más cruel que uno pueda imaginar.
Pero las historias que narran estos tres volúmenes, trascienden más allá de las cuestiones de la alta política y se centran en varios personajes a ras de suelo, cuyas vidas vienen marcadas por los acontecimientos históricos. En este sentido no existe en este monumental proyecto literario y gráfico, un protagonista esencial, sino que la narración va siguiendo a una pléyade de personajes que se entrecruzan y relacionan de diferentes maneras, hasta el punto en que el lector queda literalmente pegado a las páginas de cada uno de los tres libros. 
Con la trilogía de Berlín -no es necesario aclarar que tardé bien poco en hacerme con los otros dos volúmenes- Jason Lutes me ha devuelto ese placer de reclinarme en el sofá y pasarme las horas del día dejándome llevar hasta ese mundo tan decadente como apasionante que brilló como brilla una estrella antes de convertirse en un agujero negro y arramblar con todo lo que haya a su alcance.
Si a esto añadimos las concomitancias políticas y sociales de nuestro tiempo, el resurgimiento de los supremacismos nacionales y el odio a lo foráneo como cara oculta de los nuevos patriotismos, lo que parecía una novela histórica acaba oficiando de aviso para navegantes. 
 

lunes, 29 de junio de 2020

(NUESTRA) CLASE POLÍTICA


Hace pocos días se nos quedaba cara de idiota con la (¿sorprendente?) decisión de nuestro inefable gobierno autonómico de permitir la edificación de un hotel de cuatro estrellas con treinta habitaciones en las inmediaciones de la Bahía de los Genoveses. El Cabo de Gata lleva decenios soportando la presión de la codicia y la insensatez de nuestra clase política. Y digo "nuestra" porque soy consciente de que existen países donde los políticos son respetados por los ciudadanos a quienes sirven. La razón no es otra que la de supeditar el ejercicio del poder al hondo principio del servicio público.
En nuestro país la democracia se sustenta sobre una legión de profesionales de la arbitrariedad (a los hechos me remito) que aprovechan la menor ocasión para recortar salarios (los suyos no) y potenciar la evasión fiscal, sobre todo en el caso de las grandes fortunas. Y ahí es donde me chirrían las entendederas, pues por un lado veo enarbolar banderas patrias a los mismos que, por otro lado, mantienen sus cuentas en paraísos fiscales o se esconden en sospechosas sociedades para contribuir con lo mínimo.
Miguel Maura, católico y de derechas, señaló en los años treinta la existencia de una derecha cavernaria, nostálgica de tiempos pretéritos de feudalismo y delirantes privilegios, que hoy vuelve a resurgir al son de soflamas aporafóbicas, amor patrio y desprecio por la otredad. Por otra parte ha surgido otra izquierda hipócrita de dedo acusador, que habla de castas mientras se agencia un buen chalé a las primeras de cambio.
No voy a olvidar las honrosas excepciones que constituyen los muchos políticos locales de municipios pequeños que entregan su tiempo sin percibir sueldo alguno, o percibiendo una paga simbólica. Quiero creer que entre la maleza siempre habrá personas de entereza ética, como las hubo en un pasado no tan remoto. Hoy, cuando las cuadrillas sindicalistas han cambiado el canto de "a las barricadas" por "a las mariscadas" no olvido que un tal Marcelino Camacho se pasó buena parte de su vida en la cárcel por defender unos principios que en nuestros días son básicos, aunque no siempre respetados. Camacho vivió hasta sus últimos días en un piso de protección oficial, exento de lujos y en la más pura coherencia.
Tuvimos buenos políticos en el pasado. Esquilache con Carlos III o Azaña durante la II República. A uno lo echamos de España a pedradas y a otro a cañonazos. Luego, la historia oficial se ocupó de cubrir su recuerdo con varias capas de mentiras.
En los albores del estado de derecho, el buen Enrique Tierno Galván tuvo el desliz de afirmar que las promesas electorales están para incumplirlas. Craso error: tal afirmación es hoy ley y protocolo de todos los partidos políticos, de nuevo salvando raras excepciones.
Cierto que nuestros políticos son el reflejo de una sociedad carente de moral, sentido del civismo, y conciencia social. Somos súbditos en sentido estricto y no ciudadanos. Quiero recordar que, en estos momentos, decenas de miles de desalmados abandonan a esos mismos perros que les han dado la posibilidad de pasear durante el llamado confinamiento. Pero eso se ha podido cambiar en cuarenta años de democracia, potenciando la educación y el respeto a los valores eternos, como ha sucedido en Finlandia. Por supuesto, eso no les convenía a los de arriba, porque unos ciudadanos con criterio, con conocimiento crítico de la Historia y con ideas en lugar de ideologías, son mucho más difíciles de embaucar con las paparruchas infantiles de campañita electoral.
Hace unos años, un periódico local publicaba el resumen de los programas electorales de los tres candidatos a alcalde de la ciudad donde vivo. Uno prometía la olimpiada de invierno, mientras el segundo garantizaba una exposición universal, y la tercera entendía que la ciudad necesitaba mayor participación ciudadana. Por supuesto los dos primeros proyectos eran caramelos para ilusos, entre otras cosas porque nunca estuvo en manos de los candidatos la posibilidad de realizarlos, pero también encerraban una trastienda para la voracidad de los especuladores.
La tercera candidata -la única mujer en liza- estaba pidiendo el compromiso de los ciudadanos, y los ciudadanos (súbditos) no tenían ganas de meterse en camisas de once varas, además de que aquello empezaba a oler a república -res pública, la cosa pública- ese sistema donde todos somos estado y el estado está al servicio de todos.
Por supuesto, el sillón de la alcaldía fue para el candidato olímpico y, también por supuesto, no hubo olimpiadas, sino un patético sucedáneo que no tuvo mayor repercusión.
Tengo por seguro que si el estado cumpliera con su deber de proporcionar una educación de calidad, esto se traduciría en una conciencia social de compromiso, en un arrinconamiento del sexismo, en mayor desarrollo de la investigación científica, en una sanidad pública de referencia, en una cultura libre de intervencionismos, y en definitiva en la sensibilización del individuo hacia el respeto y el diálogo, porque eso es la democracia: poder resolver las diferencias por medio del diálogo.

El Cabo de Gata es mágico por muchas razones: porque está desnudo, porque no tiene chiringuitos a pie de playa, porque el agua es transparente y aún pueden verse posidonias en el fondo, porque es obra de la naturaleza y, sobre todo, porque la clase política no ha conseguido destruir su esencia... al menos por el momento.

jueves, 23 de abril de 2020

HASTA LA VISTA

No voy a hablar del virus. Sería como pretender rellenar el mar a base de calderos. 
Hoy se ha terminado una época, tal vez la mía, o la de muchos que adoramos el humor inteligente, por encima del espectáculo, del chiste fácil o la tontería irrisoria. Marcos Mundstock, locutor de Les Luthiers cerró ayer una vida dedicada a estirar nuestro idioma, el español, de hacerle más diabluras de las razonables, y de jugar con la perspicacia del espectador. 
Seguramente, a día de hoy, existen millones de individuos en nuestro país que no consigan entender ni uno solo de los juegos, que no comprendan de qué narices nos reíamos los incondicionales de Les Luthiers. La decadencia del talento, es un hecho tan constatable como lamentable. 
Les Luthiers marcaron varias décadas de verdadera creación artística, de desbordante imaginación, y de amor a la lengua de Cervantes. Resulta curioso que, desde un país al otro lado del Atlántico, donde la inmigración ha potenciado la diversidad cultural, el idioma español signifique tanto para tantos millones de seres humanos. Mundstock creó personajes apócrifos, como el inigualable Johann Sebastian Mastropiero, y construyó biografías tan inimaginables como desopilantes desde la permeabilidad de un lenguaje con el que Les Luthiers nos sorprendían una y otra vez. 
Nada más diré, aparte de que, la primera vez que conseguí presenciarlos en directo -fue en Madrid, hace más de veinticinco años- para mí significó algo parecido a lo que experimentan los fieles cuando culminan una peregrinación a sus lugares santos. Desde entonces amé y sigo amando a esos locos geniales que -oh excepción que rompe todas las reglas- tuvieron a bien no tomarnos por tontos, y hacernos reír a golpe de lucidez.