jueves, 18 de agosto de 2011

BORGES Y POLLOCK


Durante los primeros compases de este tórrido verano, he dedicado mis breves vacaciones a compaginar la pintura con la escritura. Como pintor nunca he querido violar la blancura del lienzo para terminar perpetrando un homenaje a la fealdad. Tampoco soy gran cosa a la hora de expresar mi estado de ánimo en el color de las paredes, pero el pasillo estaba hecho una porquería y había que darle arreglo. Raspé primero con una espátula todo el gotelé blanco, y luego fui aplicando en cada segmento de pared delimitado entre dos pilares, unos fondos de color mango, verde lirio y rojo intenso. Fue la falta de monetario lo que me impulsó a tomar las brochas y el rulo, y darle un poco de vida al largo pasillo que conduce hacia el salón de mi modesta vivienda. De los resultados no diré nada, pues no me considero quien para juzgar mi propia obra artística, pero en cuanto a la cuestión del procedimiento, hay algo que nunca borraré de mi memoria.
Yo, siempre tan civilizado, apenas tenía papel con el que cubrir los suelos. Eso se debía a mi obsesión por reciclar todo lo reciclable y a una creciente falta de interés en la prensa escrita. ¿Para qué querría leer esas voces teledirigidas? ¿Para desesperarme con las malas noticias sobre la crisis económica que ya sufría en mis propias carnes? Pues no. Conservaba eso sí, algunos suplementos “culturales” –obsérvese que el entrecomillado tiene la facultad de dejar lo que se dice en entredicho- que tuve que usar como alfombra protectora. De esa manera, no hubo más remedio que ver cómo los venerados rostros de Borges, Hemingway o Faulkner, iban cubriéndose de espesos goterones de pintura o polvorientas raspaduras de despreciable gotelé. Aquello no dejaba de tener cierto tinte herético o, cuando menos, iconoclasta, sobre todo cuando, terminada la faena del día, doblaba cuidadosamente los trozos del mediático suplemento y los introducía en la bolsa negra de la basura. Otra cosa es que, en rigor, tendría que haber separado las excrecencias pictóricas por un lado y las periodísticoliterarias por otro. Ahí me duele.
Llegué incluso a pensar que la cara de Borges, salpicada de explosiones multicolor podría pasar por una obra de arte en nuestros días. Me quedé observando aquel perfil tan inexpresivamente expresivo, retratado en blanco y negro, e iluminado por la colorida metralla al temple, y pensé que tal vez Jackson Pollock querría haber firmado mi involuntario opúsculo. Luego descarté tan perversa idea, sobre todo teniendo en cuenta que Pollock tenía preferencia por el espacio inmaculado del lienzo como soporte a sus atractivos salpicones.
Supongo que, teniendo en cuenta la extrema necesidad que conllevaba el caso, Borges tendrá a bien perdonarme la irreverencia.