Devuelto al lugar de origen después de una maravillosa semana
en África –Ceuta, sin ir más lejos- tiene uno que enfrentarse a esa áspera
realidad del día a día. Lo cotidiano suele hacer más daño que un cantazo en la
quijotera. Pero es lo que hay. Y lo que hay es caerse de la cama aún de noche y
pedalear hasta la oficina. Hasta ahí, todo bien, o más o menos bien, porque a
día de hoy, lo de tener un trabajo donde se labora el doble que antes por menos
salario, menos derechos, y más desprecio de los de siempre, parece todo un
privilegio. Alguien tendrá que pagar la enorme deuda que se han currado los
gerifaltes de los bancos. Ahora incluso con el aliciente de que esa deuda habrá
que solventarla con el Banco Central Europeo.
Uno vuelve a casa, sabiéndose afortunado porque un día –ya muy
lejano- se dejó de copas, de amiguetes y de televisión (esto último fue de todo
menos un sacrificio) y se quemó las cejas empollando leyes durante más de dos
años. El privilegio se enrarecía cuando veías que el resto de los sueldos
duplicaban al tuyo, que más de uno te soltaba aquello de por esa miseria no me levanto a trabajar y, aún así, seguías
madrugando a comerte los papeles que nadie quería tragarse. Hubo alguno que
abandonó la función pública y pasó a mejor vida.
Pues sí, tengo que decir que soy un privilegiado. Tragar
papeles y desprecio me ha dado la oportunidad de hacer esto que estoy haciendo.
Ya lo digo Francisco Ayala: si quieres ser escritor, búscate un trabajo
decente. Puede que lo primero siga siendo una aspiración, pero lo segundo
está fuera de toda duda: mi nómina es de una transparencia que al fisco no se
le escapa ni una coma. ¿Puede todo el mundo decir lo mismo? No hace falta
responder a esa pregunta; como decía Berlusconi, sólo los tontos pagamos unos
impuestos que, al fin y al cabo, son calderilla que irá a parar a nuestros
queridos bancos.
Quejarse es inútil. Tenemos lo que tenemos porque –tal vez- nos
lo hemos merecido. Pero no es eso lo que hace más duro mi regreso a la
realidad. No es la constancia de que el jamón serrano –del ibérico ni me
acuerdo- se acabó para mí lo que me duele. Se trata de otra cosa, otra cosa que
ya no tiene marcha atrás. Lo que me priva de la alegría de estar vivo es la
ausencia de un ser querido con el que viví los doce años más hermosos de mi
vida. El saber que ya nunca volveré a
acariciar la cabezota de mi perro es lo que me aleja de aspirar a algún
instante de plenitud. Frente a eso, frente a lo irreversible, esas
tribulaciones del día a día me parecen triviales, huecas e inconsistentes.
Y sin embargo hay que seguir. Más que nada porque no queda
otro remedio.
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