Entre las
muchas cosas que comparto con el Arnas –aparte del mal ejemplo que damos a las
generaciones venideras- está lo de esa envidia (insana por supuesto) que
experimentamos al embriagarnos con la filigrana con que Ángel Olgoso borda sus
relatos. Supongo que a ambos nos da la sensación de que el muy camastrón no
hace otra cosa en la vida aparte de tramar esas genealogías reconcentradas de
sus cuentos, puliendo milimétricamente cada frase hasta alcanzar el ansiado diamante
donde no falta ni sobra una sola molécula. Le envidiamos, sí, para qué vamos a
engañarnos. Deberíamos detestarlo –que es lo que harían los buenos posmodernos-
pero resulta que te pones a hablar con él y acabas comprendiendo que, aparte de
regalarte una de esas conversaciones tan breves como exquisitas que suelen
ocurrir una vez cada centuria, se revela completamente desposeído de todo afán
de trascendencia; vamos, que se ha librado del pecado original que azota a este
gremio, como la Virgen María se libró de las acechanzas del Maligno. Aludirá
sin duda a su enconada timidez como un recurso vital, una forma de esquivar las
tribulaciones que a todos nos depara la otredad. En algún momento de su vida,
no sé cuándo, empezó a bromear sobre esa cualidad tan suya de ocultarse en su
cubil imaginario y liberar la necesidad de compartir sus universos interiores
por medio de las palabras escritas. Personalmente creo que ese talante nada
tiene de pernicioso –él diría que más bien patológico- y que, muy al contrario,
constituye una cualidad digna de panegírico. En estos tiempos dominados por el
influjo de una pléyade diletante que recurre al espectáculo con redoble de
tambor para conseguir el inane galardón de la notoriedad, la actitud de un
escritor puro, plegado sobre los engranajes de una tortuosa máquina de languidecer me parece tan
excepcional como las leyes de esa patafísica en la que Olgoso da rienda suelta
al irrefrenable deseo de centrifugar que sacude a una materia gris incapaz de
desconectarse, llegando a concebir títulos donde cabe toda la biografía –una
biografía anodina- de su protagonista, a modo de los trailers cinematográficos
donde te resumen tan bien la película que, lógicamente, ya no necesitas verla
para enterarte de lo que va.
Una
personalidad compleja, siempre dispuesta a la exploración en los subsuelos del
fino humor y la recreación del absurdo vital, tiene su fiel reflejo en una
escritura que navega en esas aguas donde confluyen los ríos de la ironía y el
sarcasmo, entre el incesante asombro y la sonrisa cómplice. Porque la
literatura que practica Olgoso nada tiene que ver con un paseo dominical, ya
que no ha sido concebida a modo de un fácil entretenimiento, sino más bien como
una forma de vida al margen de la vida misma. Ahora bien, una vez que el
avezado lector ha caído en las redes de este adorador convicto y confeso de los
dédalos kafkianos y las quimeras de Kubin, será atrapado entonces por el mismo
hechizo del ciclista que ha probado los frenos de disco, y comprenderá que no
está uno para conformarse con palabras menores, habiéndolas, como las hay, de esas
que a uno le proporcionan una digestión casi tan larga como la del Dragón de
Komodo.
Los
cuentos de Ángel Olgoso han sido escritos para ser leídos y digeridos con el
esmero de un amanuense, y no para pasar por el inútil tobogán del esparcimiento
cual ristra de chorizos. No en vano lleva siendo fiel al relato desde hace un
titipuchal de años. Y eso conlleva ciertas renuncias, pero también supone el
pleno conocimiento de un oficio que le ha dado la oportunidad de visitar la
perfección con una asiduidad que más de cuatro –un servidor entre ellos- quisieran
para sí. Una perfección que sólo puede entenderse unida a un trabajo minucioso,
una entrega nada común en los tiempos que corren, de la que resulta esa
paradoja por la cual un relato de cinco renglones ha podido costar cientos de
horas de escritura, reescritura y pulimento.
Afirma
Fernando Valls que hay relatos que podrían convertirse en poemas de haber sido
dispuestos en verso. Personalmente creo que esos relatos a los que hace
referencia el profesor Valls son poesía sin necesidad de alteraciones
estéticas. Bajo un alarde semántico, que rebosa de colorido y musicalidad, que va mucho más allá de los esquemas
argumentales al uso, permanece oculto –o más bien contenido- un torrente de
emocionalidad existencial que se enreda en el hipocampo del lector como la hélice de una embarcación que
navegara entre los sargazos
que parapetan el fondo marino.
Es la
propia literatura la que nos pide rebasar ese espejismo de la realidad, la que
nos invita a sumergirnos en los líquenes
del sueño, a reconocernos hijos del instante y, por tanto, merecedores
de compartir nuestros demonios locales.
Lo fantástico no es mera fabulación, es el encuentro con el más allá que habita
dentro del hombre por el módico precio de un sueño revelado. Lo fantástico es
el propio hombre.
Esa
máquina que languidece bajo las lentes del microscopio olgosiano no es ninguna
criatura de otra galaxia, como bien pudiera parecer dada la querencia por lo
onírico de este navegante que alza su astrolabio
sobre el horizonte marino sin perder el interés por las profundidades, sino que
se trata más bien de una condición sine que non para la creación literaria: la
condición humana.
Siempre he pensado en Olgoso como un Spinoza puliendo lentes: pacienzudo, perfeccionista. La grandeza a menudo está oculta, y en tanto otros nombres suenan como clarines desafinados, la viola de Olgoso no retumba por ahí. En cierta ocasión tomé un taxi con él. Se bajó en Puerta Real porque tenía el coche aparcado allí, y yo continué. Al taxista le llamó la atención nuestra plática literaria y entró al trapo. Ausente ya Ángel le dije, acaba de bajarse del coche el mejor escritor vivo de Granada. ¿Muñoz Molina?, preguntó el taxista. Le aclaré el error, pero la voz de viola siguió cantando en solitario, casi desconocida si no es para cuatro iniciados. En parte, lástima. Sólo en parte.
ResponderEliminar¡¡GRANDE OLGOSO!! UN magnífico autor... tuve la suerte de verle a diario durante un curso escolar, un hombre entrañable en el trato, tímido, detallista, amable... UN PORTENTO CON SU PLUMA.
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