Fui
al Decathlon. ¿Por qué fui al Decathlon? Fui al Decathlon por ese
apego que le tengo a mi estulticia. El subterfugio era una camiseta.
O tal vez unos parches para la cámara de mi velocípedo. Da igual.
Lo que yo quería era asistir en vivo y en directo al Apocalipsis.
Así como lo digo: el Apocalipsis en toda su plena plenitud.
Caminar
por los amplios corredores del Decathlon era como intentar
evolucionar por el metro de Tokio en plena hora punta.
Era
casi imposible acercarse a un estante sin chocar contra otro cliente.
Ser pisado, empujado, petardeado y menospreciado, era parte
indispensable de la visita.
Mocosos
que tocaban sin cesar las bocinas de las bicicletas, una niña de unas
siete primaveras que abroncaba a su contrito progenitor porque
quería llevarse una tienda de campaña del tamaño de la Capilla
Sixtina, una pareja de heptagenarios con obesidad mórbida que
paseaba del brazo con la sana intención de contemplar lo que allí
se cocía, un grupo de tiernos energúmenos que botaban y pateaban
balones de reglamento, unas señoras que peleaban por el puesto en la
cola del cajero, un empleado que realizaba demostraciones de cómo se
ejercitan los bíceps braquiales con una goma fijada a una peana en
el suelo, un opulento caballero que luchaba por embutirse en unos
pantalones, un indolente adolescente que peleaba con su santa madre por la
posesión de una bicicleta de gama alta con frenos de disco
hidráulicos y cuadro de carbono, un grupo de quinceañeras que se
hacían fotos con sus modernos móviles mientras desdoblaban forros
polares que una estoica empleada volvía a doblar, una horda de
gamberretes que desinflaban ruedas de bicicletas, un rubito muy mono de apenas tres años que berreaba por nosesabequé, un tío con más de treinta años haciendo malabarismos sobre una patineta... una masa amorfa,
descontrolada y adicta a lo novedoso, que se entregaba
libidinosamente a la orgía de comprar por comprar.
Y
yo también.
No
hubo parches ni camiseta. Penetrar en el codiciado probador costaba
sangre, sudor y lágrimas. Tomé conciencia de la situación cuando
había empezado a hiperventilar. Había que escapar con vida en medio
del fragor de la batalla, y encontré una rendija no sin antes
encajar un par de codazos en las costillas flotantes.
No
tenía ni la menor idea de que hubiera tantos deportistas en una
ciudad tan pequeña. Seguramente habrá que construir nuevos hospitales para
atender las lesiones producidas por la práctica deportiva.
De Apocalipsis nada, chato. Eso que describes es el infierno, con Lucifer y todo. Y ya sé lo que hace allí toda esa gente: se entrenan, pero no para deportes ni puñetas, se entrenan para estar a gustico en el infierno cuando se condenen por malos.
ResponderEliminarPero lo de ¡Apocalipsis! suena más dramático, como "el funeral de Sigfrido", mientras que el infierno es lo que hay. Gran parte del infierno es el canto gregoriano. Si te metes en una iglesia a un concierto de antífonas, estás en el infierno de lo plasta. Pero si vas a un hipermercado de loquesea, estás en el Apocalipsis de la civilización.
ResponderEliminarSi el Arnas es capaz de expresarse en tres líneas, estamos en el purgatorio de la síntesis. ¡Es el fin del mundo! ¡Arrepentíos!
¡Puñetas!, lo de las antífonas no te dolió, lo que te dolía era el antifonario y ya estás que confundes el culo con las témporas.
ResponderEliminarEl culo (y el resto de la espalda) me dolió porque los bancos de las iglesias están diseñados (por algún ingeniero) para mortificar el cuerpo y el alma. Las témporas sólo las respeto en caso de cuaresma, tras las carnestolendas, que es cuando me privo del pecado de la carne porque no hay más remedio. ¿Y cuándo no es cuaresma, amigo mío?
ResponderEliminarPor cierto ¿le puedo tutear?