Hay conflictos que poseen una naturaleza cimentada
sobre la más aplastante de las lógicas. Son aquellos que se generan
continuamente –casi de forma periódica- en esos espacios que,
sobreviviendo a los fundamentos básicos de la razón, continúan
marcando diferencias entre los seres humanos.
Pocas cosas son tan inútiles,
ruines y evanescentes como los conflictos fronterizos. Y sin embargo,
como bien demuestra el devenir histórico, las desavenencias nacidas
como corolario de la existencia de las fronteras, poseen una
constante palmaria: todas ellas son inevitables.
Resulta entonces patético
contemplar como, tanto los medios de comunicación, como los
personajes públicos, recurren al rasgado de vestiduras cuando “una
oportunista mano negra” parece descorrer la cortina que oculta lo
más despreciable del sentimiento humano. El conflicto fronterizo -a
fuerza de ser artificial, estéril y reiterativo- está en la
naturaleza misma de la frontera. Las fronteras son producto de la
violencia. Ninguna línea imaginaria se traza en un mapa sin un claro
precedente bélico. Las fronteras han servido a su vez para crear
mezquinos sentimientos que tienden a identificar a los de dentro y
excluir a los de fuera.
Todas ellas proceden del mismo
imperativo histórico: el de aquellos tiranos de la antigüedad que
derramaban la sangre de sus vasallos para anexionarse tierras
vecinales. Por supuesto, no todos los vasallos acudían de buen grado
al matadero para dar satisfacción al sátrapa de turno. Para
solventar esta pequeña minucia se inventó el sentimiento nacional,
el patriotismo o el nacionalismo: con la sana intención de
convertir a los siervos en carne de cañón. Hoy sublimamos esas
batallas (no todas) mediante fervorosos encuentros deportivos en los
que el forofo, bandera en mano, se desgañita insultando al taimado
rival.
Otro gallo nos cantaría si, antes
de enarbolar banderas, nos detuviésemos a pensar en lo que eso
significa. Que esa aparente necesidad de identificación en la masa,
no se sustenta en el trillado proyecto común, sino en la terca idea
de la superioridad sobre lo ajeno, inculcada desde la cuna y
consagrada en los altares del amor patrio. La frontera, símbolo
triunfante de la obsolescencia ideológica de nuestro mundo, es la
expresión política de la violencia que habita en el corazón
humano.
Así pues, ¿qué otra cosa que el
conflicto puede surgir de las zonas nacidas y maduradas en el más
puro conflicto? ¿A qué escandalizarse por la materialización de
esas diferencias que hemos creado a golpe estupidez? ¿Qué podemos
esperar de aquellas marcas que separan a familias que se desprecian
mutuamente?
Siendo claro que las partes
interesadas prosiguen en su contumaz empeño en desafiar lo
razonable, digamos que una hipotética desaparición de esas líneas
que surcan los mapas políticos, es algo así como una quimera
inalcanzable.
Y lo que resulta más curioso:
estando en una coyuntura internacional en la que los mercados marcan
el ritmo de los Ejecutivos occidentales, ¿de qué hablamos cuando
hablamos de soberanía?
A lo mejor va a resultar que todas
estas tribulaciones veraniegas no son más que fuegos de artificio
–que no llegan a la categoría de estrellas fugaces- concebidos
para hacernos mirar a otro lado, para que la atención del respetable
se desvíe de lo verdaderamente importante.
Sólo el cristianismo, el marxismo y algunos optimistas irredentos han tratado de arreglar al ser humano y han creído a pies juntillas en la posibilidad de tal arreglo. Todos han fracasado.
ResponderEliminarY lo bonito que queda lo de esos tíos pegando patadas al suelo y cerrando la frontera...
ResponderEliminarYo creo que más que la violencia, lo que habita en el corazón humano es el miedo, miedo a lo desconocido, miedo al extraño. Un miedo que arrastramos desde la cuna y que nos hace ver como una amenaza al que no reconocemos, al que es diferente, al que no se corresponde con nuestro horizonte de ideas, al extrajero. No creo que te equivoques, posiblemente sean estas "tribulaciones veraniegas" la instrumentalización de este instinto, y es que con la cabeza en las vísceras se piensa muy mal.
ResponderEliminarUna de las mejores imposturas veraniegas han sido las encuestas publicadas en televisión sobre el apoyo popular a la candidatura olímpica de Madrid. Se habló de un 90 %. Lo cierto es que sólo he conocido a un ser humano que estuviera de acuerdo con semejante dislate. Un país en la ruina, que no puede pagar pensiones de jubilación, que recorta en educación y en sanidad. ¿De dónde sacamos el dinero para unos fastos olímpicos?
ResponderEliminarAmos anda.
De dónde el dinero? Pues de los de siempre, de los contribuyentes, y si falta algo, no pasa nada, para que está el crédito?, ya lo pagarán las generaciones futuras, y es que después de estos políticos el diluvio. Se la han dado a Tokio no? Menos mal!
ResponderEliminarLo de Tokio ha sido lo único razonable que le ha pasado a España en los últimos cinco años.
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