De
nada sirvieron las advertencias de mi hermano. Él vino conmigo aquel
día plomizo de otoño en que nos mostraron la casa. La casa era
fría, nadie lo podía negar. Sin embargo, su precio era más que
razonable. Bastaría con una reforma en profundidad para dejarla
transformada en el hogar de mis sueños.
Poco
me importaron las habladurías de los vecinos. Cuentos sobre familias
que enfermaban por las bajas temperaturas de la casa. Historias de
niños tísicos que murieron años atrás, quedando su espectro
adherido a los cimientos de la casa. Vagas referencias a inquilinos
que abandonaban el recinto después de una primera y última noche.
Chismes propios de mentes ociosas.
Invertí
todos mis ahorros en una reforma integral. Saneamiento de las
instalaciones de agua y electricidad, aislamiento térmico en las
paredes, ventanas de carpintería metálica con doble cierre, tarimas
flotantes de madera y radiadores de última generación. La obra
terminó en primavera. Liquidé mis deudas y corrí a instalarme una
lánguida tarde de mayo. Calenté una infusión y salí a la terraza
a contemplar el efímero crepúsculo. Cuando cerré la puerta tras de
mí lo comprendí todo. No era cuestión de aislar la casa de la
atmósfera exterior, porque lo de fuera nada influía en lo de
dentro. El frío ya estaba en la casa, antes que la propia casa.
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