En los últimos estertores de la enorme tragedia que supuso la irrupción del coronavirus, hemos podido constatar que otra epidemia, no menos contagiosa y mucho más letal, ha resurgido igual que algunos imperios renacen de entre sus ruinas. El tufo a incienso, la cera renegrida sobre el asfalto, los coros y danzas, la voz engolada de los donjuanes de rondalla, los pastiches castizos de los Álvarez Quintero, la taleguilla con relleno del machote ibérico, el odio al hambriento, la peineta que corona el moño engrasado, la contumaz repetición de las paparruchas pseudohistóricas, han colocado en el centro de la mesa un potaje garbancero colmado de rancio tocino.
Nos habíamos equivocado de lado a lado: quienes han salido del armario y ahora lucen su pestilente orgullo de alcanfor, no son otros que los nietos (y nietas) de Bernarda Alba, y ninguno de ellos desciende de la pobre Adela. Ahora ya no ocultan sus soflamas nostálgicas, todo lo contrario, exhiben sus estandartes sangrientos y cubren de hormigón las fosas comunes donde se amontonan los huesos de los de parias cuyo único delito consistió en alzar la mano para reclamar la dignidad que les correspondia por el hecho de ser personas.
Vuelven por sus fueros (el fuero de los señores feudales) y descorchan champaña de importación para brindar por el exitoso genocidio de Melilla, por la pronta beatificación del fraile que prendió fuego a los libros andalusíes de ciencia y expulsó a los judíos (razón por la cual habría sido imposible que Einstein, Freud, Arendt, Mahler o Zweig nacieran en las Batuecas) por la Gloriosa Cruzada que sumió a un pueblo en un analfabetismo funcional que aún colea. Vuelven sonriendo patriarcales bajo palio con y la vara en ristre, anhelantes de sus redes de confidentes, vuelven con su fervor patrio mientras guardan sus fortunas en paraísos fiscales o se pliegan a la colonización del imperio cocacolero, con sus silencios nauseabundos y su implacable ardor guerrero. Afirman que no tienen miedo a nada ni a nadie, y es comprensible, porque son ellos (y ellas) los que dan miedo.
Pero, no nos engañemos, si regresan no será exclusivamente por méritos propios sino más bien por la negativa a implicarse y asumir responsabilidades de aquellos que se inhiben en el más elemental de los deberes cívicos. Estos que se cruzan de brazos, y luego despotrican contra toda la clase política sin excepción se creen ciudadanos cuando lo cierto es que ejercen de súbditos. Ellos son los que han dejado la puerta abierta a los enemigos de la razón.
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