Fue hace tanto tiempo que ya ni
siquiera recuerdo su nombre. No podría precisar de qué color tenía
los ojos; si era alta o baja, morena o rubia. Sólo sé que su pelo
olía exactamente igual que huelen las flores de almendro. Su pelo
poseía un perfume denso y vagamente dulce. Un aroma discreto y
sensual capaz de encender mis mejores instintos y hacer que me
temblaran las piernas.
Eso fue, como digo, hace tantos años
que, a veces, he llegado a sospechar si no se trató de otra vida, o
mejor aún, de otro de mis muchos sueños.
Desde entonces aguardo impaciente cada
mes de febrero a que los almendros estallen como relámpagos en la
noche y atraigan la vehemente danza de las abejas.
Este año -debe ser por las lluvias- me
ha costado encontrar una flor que me hiciera evocar aquel deseo
adolescente. Un deseo vívido y hermoso que se completaba en sí
mismo, sin el impulso de buscar otras flores más carnales.
El viejo almendro de mi barrio, ya casi
moribundo, apenas exhibió unas leves salpicaduras de nata en la
copa. Los almendros de mi pueblo de adopción, se llenaron de colores
blancos y rosáceos, pero con un aroma tan tenue que apenas era
perceptible a corta distancia.
Salí entonces a pedalear por los
olivares que rodean la demacrada ciudad donde habito, y encontré un
joven ejemplar al borde del camino. Detuve el velocípedo -aun a
riesgo de esnafrarme- en pleno descenso, y compartí por un instante
el libar de unos cuantos insectos.
Allí volví a evocar -aunque siempre
supe que todo instante es irrecuperable- aquel perfume del primer
amor; aquella evanescente sensación que una vez le dio sentido al
resto de mi vida.
Perdón por el arrebato cursilírico.
No volverá a suceder... por el momento.
Bonito recuerdo y dulce la flor de almendro, pero lo más hermoso de todo, la búsqueda de lo imposible. Algo yolírico se te siente -será que por ahí, entre los olivos, la primavera se evoca a símisma?- para nada cursilírico, o es que ahora es cursi sentir y anhelar?
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