Hay ocasiones en que, por fuerza, uno tiene que sentirse pequeño, y en su pequeñez, comprender que ha sido privilegiado por tener la posibilidad de rendirse ante la excelencia.
Hoy puedo afirmar, no sin cierto orgullo, que yo estuve allí, yo fui testigo de algo que no puede resumirse con simples palabras. Tuve la suerte de ver y escuchar el maravilloso violín Gagliano de cuya alma extrajo Maria Dueñas la magia inefable que está marcando las vidas de más de cuatro.
Si uno tuviera la capacidad de distinguir las alas de una abeja cernida ante una golosa margarita, también podría ver los dedos de la mano izquierda de María Dueñas durante el movimiento final de la Sinfonía Española de Eduard Lalo. Pero eso es imposible, porque los dedos de la violinista se movían sobre las cuerdas como relámpagos, mas con tal precisión que hacían parecer la mar de sencillo uno de los conciertos más complejos de los últimos doscientos años.
Y sin embargo no fue hasta el sorprendente encore, ya fuera de programa, en que la violinista entregó lo más íntimo de sí misma. Se trataba de una poco conocida Veslemoys Sang del compositor noruego Johan Halvorsen, una suerte de romanza en la que Dueñas obtuvo el maravilloso acompañamiento de la cuerda de la Orquesta Nacional de España con la complicidad del entregado maestro Orozco Estrada. Les puedo asegurar que he escuchado unas cuantas versiones de estos apasionantes tres minutos de pura música, pero nunca, jamás, he podido percibir el derrame de ternura con que María Dueñas acariciaba las cuerdas de un instrumento dotado de espíritu, por obra y gracia de este prodigio de tan solo veintidós años que nos ha regalado la vida.
Yo estuve allí, repito, y puedo contarlo como lo viví; ya lo creo que sí: con decirles que todavía me tiemblan las piernas...
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