No pocas veces, tiene uno la sensación de haber pertenecido a un
gremio en el que nunca se sintió integrado. Estoy hablando de la
denostada crítica -teatral en mi caso- que suelo ejercer muy de
tarde en tarde, y por la cual nunca he percibido mayor compensación
que la de asistir a la función como prolegómeno a un trabajo basado
en el compromiso intelectual.
El ejercicio de la crítica en nuestro país, se ha alimentado
tradicionalmente de la más enérgica de las subjetividades. Más que
crítica yo diría que, por lo general, los profesionales de dicha
especialidad se han dedicado a verter opiniones sin concesiones a la
fundamentación.
Hace escasos días tropecé (y nunca mejor dicho) con la reseña que
Carlos Boyero había elaborado acerca de la recién estrenada
película “El olivo” de Iciar Bollain. No olvido la fama que, en
otros tiempos, adquirió dicho crítico sobre todo a fuerza de una
torrencial adjetivación, en su mayoría peyorativa, hacia filmes
que, de alguna manera, alcanzaban bastante aceptación entre el
público. En otro tiempo (repito) el poder de un crítico como Carlos
Boyero, podía llegar a influir en las opiniones del público, e
incluso coadyuvar a mermar o acrecentar la taquilla de una
producción.
Daños colaterales aparte, esos tiempos ya son parte del pasado y la
influencia de la crítica cinematográfica -no así la literaria- en
las intenciones del público es prácticamente anecdótica. Es por
eso, que sigo sin comprender cómo una gran parte de una crítica -y
esto lo digo con respecto a todas las artes- continúa estructurando
sus reseñas sobre los cimientos de la valoración subjetiva. Y digo
esto teniendo en cuenta que cualquier opinión crítica es eso: pura
opinión.
Si tenemos a bien visitar la obra de algunos críticos centroeuropeos
o anglosajones, encontraremos que buena parte de estos, sustentan su
trabajo sobre el ejercicio de la fundamentación seria y equilibrada.
Un crítico, o al menos bajo mi punto de vista, debería trascender
la obligada subjetividad hasta el punto de iluminar la obra de
referencia y plantear ideas inherentes al discurso que no están
explicitadas aunque sí insinuadas.
El crítico, siendo como es un espectador más, tiene el compromiso
de formular conclusiones con respecto a la exégesis de la obra que
analiza, y no únicamente lanzar valoraciones que, sin un fundamento
bien equilibrado, apenas aportan nada al fenómeno expresivo.
La fatuidad con que Carlos Boyero sigue ejerciendo una labor
escasamente simbiótica y descaradamente parasitaria, no parece
consciente del entorno en el que se está moviendo la prensa escrita
en estos momentos. La decadencia de los quioscos, la escasez de venta
de los grandes diarios -casi abocados a subsistir a fuerza de
subvenciones y publicidad- han minimizado el enorme poder de
influencia que, (tripito) en otros tiempos, llegaron a tener los
articulistas de opinión.
Probablemente, el filme de Iciar Bollaín, no alcance cotas
significativas a la hora de servir de referente artístico.
Probablemente, no estamos hablando de la mejor película de esta
aventajada discípula de Ken Loach. Probablemente, sí, pero hay algo
más que un afamado crítico, en su afán de lucir el gran
diccionario de adjetivos calificativos que suele desplegar en sus
escritos, parece olvidar con demasiada frecuencia: la historia de un
árbol milenario arrastra consigo una colección de cargas de
profundidad que no deberían escapar a la mirada del espectador. Este
árbol milenario, desde sus abigarrados ramajes, nos susurra
la Historia Interior de un país que se durmió en los laureles de la
peor de las epidemias que han azotado a la humanidad. Hace
ya demasiados años que el imaginario colectivo derrotó a la añorada
complejidad del imaginario subjetivo. Esa gran estafa que llamamos
progreso, ese culto al utilitarismo, a la necesidad imbuida de éxito,
han desposeído de alma a un pueblo que se olvidó de algo tan
hermoso como el ejercicio
ético. A día de hoy, los
escasos resquicios de aquella perdida humanidad que puedan quedarnos,
han sido insidiosamente
marcados con el estigma de la ingenuidad.
Cabe ahora preguntarse si acaso no ha sido esa rebelde ingenuidad lo
que ha impulsado -siempre desde abajo- los escasos cambios que han
potenciado las mejoras sociales de las que hoy somos beneficiarios.
Lo bonita o fea que nos parezca una
narración cinematográfica, la escasa grandilocuencia con que se
proyecta esta cinta
donde prima el sentimiento por encima de la eficacia; son
absolutamente secundarios.
Quiero creer, por cierto, que
todavía existen críticos, creadores y espectadores, capaces de
ofrecer y recibir algo más que lo evidente.
!Ay, qué bueno que en medio de este "mar de nubes" vuelva a tronar! Hace unos días vi un anuncio muy escueto en el periódico sobre la película y ya no recuerdo si fue prensa española o alemana, a ver si nos pasan el filme por aquí. A mí sus "Flores de otro mundo" me gustó mucho y aun tengo pendiente el placer de ver "Te doy mis ojos". Pero ¿quién es ese Carlos Boyero? Me has dejado intrigada con su crítica, tanto que ahora tengo ganas de ver la peli pero además de leer la crítica reboyera ;-)
ResponderEliminarMuy de acuerdo, la prensa, incluidas las críticas que en ella se vierten, nunca fueron demasiado imparciales, siempre rindiendo pleitesía a los muchos amos que las poseen. Pero es que lo de ahora ya no tiene calificativo, sea al hablar de Boyero o de cualquier otro. Definitivamente, han vendido el alma al diablo (a esos que ya sabemos).
ResponderEliminar...y "Julieta" me ha parecido una gran película.
ResponderEliminarGracias a los tres por visitar este blog. Gracias Esther por esperar la parrafada, y espero que disfrutes de esta cinta. "Te doy mis ojos" no será muy placentera, pero sí te auguro que verás un peliculón.
ResponderEliminarGracias Jesús. Eso sí, no nos olvidemos que la crítica es una necesidad inherente al arte. Es bueno que haya quien nos ayude a no dejar que nos vendan gato por liebre.
Gracias Antonio. Ya he visto esa maravilloso filme. Magnífica, sin duda. Echo de menos nuestro pueblo. Te diré lo que el bolero: si tú me dices ven, lo dejo todo.