Uno, que no es más ni
menos que algo de tiempo y otro tanto de anhelo, ha de armarse de
paciencia cuando tiene la mala suerte de ir a caer en la sala de
espera de un prestigioso traumatólogo. Esperar, aparte de un
derroche casi siempre inútil, es un ejercicio de humildad para el
que no siempre estamos preparados.
Durante la última espera
traumatológica, consumí tantas dosis de agonía que tuve tiempo de
presenciar cómo todos los presentes a mi llegada y alguno de los que
fueron arribando mucho más tarde que yo, iban pasando a la consulta,
y viendo sus esperanzas de sanación moderadamente cumplidas. Vi a
una señora de andares renqueantes salir con paso firme después de
oír lo que quería oír. Presencié cómo una hermosa muchacha de
pronunciadísimo mentón y diminutísima nariz emergía de la mágica
sala con todas las recetas necesarias para una existencia dichosa. Conocí a
un jocundo caballero al que las radiografías habían encontrado un camafeo
prendido en la clavícula. Y, finalmente, pude ver a una nación casi al completo, incapaz
de concebir la vida sin un dispositivo de intercomunicación en la
mano.
Pero, sobre todo y por
encima de todo (valga la redundancia), pude contemplar en el espacio
de aquellas dos horas, el universo en toda su intensidad. Dos horas
fueron más que suficientes para releer por vigésimo tercera vez las
sagradas páginas de El Aleph, denso
relato en el que el tiempo y
el espacio quedan comprimidos hasta el punto de que Todo puede estar
contenido en un espacio no más grande que un globo ocular.
Y
allí, en ese espejo donde emerge la pura esencia, escuché los cantos
de las ballenas corcobadas bajo los hielos del ártico. Allí
escudriñé a un petimetre con sus rubias melenas recién
desengrasadas, engrasándolas de nuevo a fuerza de obsesivas
caricias. Probé todos los vinos que jamás me hubiera podido
permitir. Besé los labios de Nefertiti. Sobrevolé la Corriente de
Groenlandia sobre la espalda de un albatros gigante. Perdí la vida
en la batalla de Dunkerke. Accedí
a todos los libros de la biblioteca de Alejandría. Caminé sobre las
aguas del mar de Galilea y enterré la semilla del árbol de la
ciencia.
Todo
eso pude, resumidamente, experimentar en aquellas dos horas de
espera, porque el ancho universo y todos sus detalles tiene cabida en
el interior de El Aleph.
En tal caso, te fueron muy productivas las dos horas de espera en la sala de idem del traumatólogo. No sé de qué te quejas. Será cuestión de ir yo también al traumatólogo, a ver lo que veo.
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