Algunos escritores muestran un curioso
parecido al perro en sus primeros meses de existencia. Me refiero a
los primeros meses de existencia del perro, no de los escritores. El
descubrimiento del YO, en el caso del cachorro canino, empieza por el
rabo, de manera que el sujeto, o más bien la dentadura del sujeto,
persigue a su propio apéndice dando vueltas y vueltas hasta hincarse
los dientes (con lo que eso duele) o caer rendido ante la
imposibilidad de alcanzar lo que sólo está al alcance de unos pocos
rabilargos o contorsionistas.
Pues ese es, en resumidas cuentas, el
mismo efecto de un escritor cuando se pone a hablar de sí mismo como
introito a una aburridísima lectura de ripios, cuentecillos u otros
opúsculos. Esa persecución recalcitrante de su propio apéndice (el
YO del autor) sin llegar nunca a doblegarlo, es lo que evoca aquel
que al hablar en público aprovecha para mostrarse encantado de
conocerse en lugar de leer el poemilla y dejarse de memeces.
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