Aquella
crisis de principios de siglo se llevó consigo lo mejor de nosotros.
Nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo duró pero el caso es que,
años después de que las voces autorizadas dieran por terminada la
depresión, seguíamos respirando una atmósfera enrarecida, como si
alguien hubiera teñido de gris nuestras vidas y ya no halláramos el
modo de recuperar los colores perdidos.
A pesar de los saldos
positivos, de los dividendos favorables y las subidas de tipos de
interés, la mayoría de nosotros seguía teniendo la sensación de
que todo continuaba igual.
Es
más, sin apenas darnos cuenta, empezamos a normalizar un estado de
postración que iba desembocando en una dinámica de cierres
generalizados. Cerraron las tiendas de antigüedades, los
ultramarinos, los cabarés, las terrazas, los encantes, las
mercerías, las librerías de viejo, las tiendas de música, los
bazares, las salas de cine, e incluso llegaron a cerrar algunos
espacios que antes tuvieron la condición de públicos. Y sin
embargo, la gente seguía pasando de largo en medio de aquella desolación
como si nada estuviera sucediendo. Nos habíamos acostumbrado a ver
como el mundo entero cerraba sus puertas, y aun así, reconozco que a
día de hoy, no es fácil imaginar un panorama tan desolador.
Llegó
el día en que alguien advirtió que llevaba años sin ver a una
pareja besándose en la calle. A pesar de lo extraño de tal
afirmación, los demás no tardamos en corroborarla. Aquellos que
estaban casados o emparejados, advirtieron pronto que habían perdido
la cuenta del tiempo que no ejercitaban el arte de besar. Recorrimos
parques, estaciones, bulevares, riberas, avenidas y vestíbulos de
hotel, y no encontramos el menor atisbo de aquella inocente muestra de pasión.
Ya
nadie hablaba de furtivos amantes que se besaban en callejones, de
aquellos novios que aprovechaban la oscuridad de las salas de cine
para unir sus bocas. Y lo peor, ninguno de nosotros echaba de menos
algo tan hermoso y tan sencillo como el roce de unos labios. No obstante éramos conscientes de aquella realidad, por más que la
tuviéramos perfectamente aceptada. Aunque nadie nos quisiera creer,
negarlo habría sido faltar a la verdad: alguna fuerza -no sabemos
cual- que gravitaba muy por encima de nuestras voluntades, nos había
despojado del deseo de besar y ser besados.
De
alguna manera que nunca supimos explicar, aquella húmeda fricción
entre bocas, aquella desesperada lucha de dos lenguas por ser una,
aquel intercambio de delirio y saliva, junto con todo lo que pudiera
significar, se convirtió en un anodino recuerdo, que acabó
evaporándose con el transcurso de los años.
Genial. Realmente, lo peor del Franco (ya sé que no hablas de él, pero es lo mismo) no fue la política sino la moral cristiana, que tampoco era cristiana sino eclesial.
ResponderEliminarY peor aún es que seguimos sin reaccionar. Nos lo quitan todo y nos acomodamos a vivir sin dignidad. Este país nunca mereció una república, ni volverá a merecerla. Para eso hay que ser ciudadanos, y no súbditos.
ResponderEliminarPor si acaso, te mando un besito antes de que se nos olvide.